Quedaban aún tres noches para el estreno, pero aquella tarde no podía perderme el ensayo. El tiempo en teatro es algo flexible y tres días corresponde a algo más de un año humano, aunque en realidad la escena no se mide en días sino en noches, del mismo modo que la soledad se mide en recuerdos que faltan y el alcohol en centímetros que restan.
Yo estaba sentado en un lugar perfecto: lo suficientemente oscuro como para pasar desapercibido y lo suficiente cercano como para dominar la visión sin intervenir, como el águila de Patmos en una jaula gigante. Era un espectáculo ver cómo Raúl dirigía los ensayos. Era un gran director de escena, pero su fuerte era sin duda dirigir actores. Siempre quise entender que lo que en realidad dirigía era a las actrices a través del actor. Cada actor era él, cada verso era suyo, cada personaje varón era él sirviéndose de otros cuerpos para dominar el mundo femenino. Era un maestro de ballet en el cuerpo de un ventrílocuo y esta tarde el cuerpo desnudo que dominaría era el de Álex, medium a través del cual Raúl hoy ganaría a una dama para Max Estrella.
Digo que el tiempo en teatro se mide en noches porque solo en la noche el actor llega a estar completamente solo. No digo solo-barra ni solo-jazz. Digo solo de verdad, solo-bajo-las-sábanas, solo-insomne, solo-acojonado. Digo solo-solo, y esa soledad mayúscula, en algunos actores se traduce en ensimismamiento y en otros en enajenación. Unos miran hacia dentro y otros hacia fuera. Unos se aíslan y se protegen en el personaje y otros salen del personaje para protegerse en ellos mismos. Unos ganan perdiéndose y otros pierden por querer ganarse. Depende en gran parte del físico y de la juventud, -perdón por la redundancia- y Álex no solo tenía veinte años sino también un cuerpo que recordaba al David de Miguel Ángel cambiando la honda por un iPhone, de modo que aún no había fracasado lo suficiente como para no apostarse. Y menos contra Raúl, que era la mano, la banca y el contrincante capaz de juntar el sol del amanecer con la tempestad del claro de luna, versión Beethoven borracho, sin preguntas ni respuestas entre las manos comedidas, siempre sin explotar. Claro de luna sorda.
Álex se olvidó de Max Estrella y se apostó en una ruleta rusa, perdiendo los papeles para intentar ganar el suyo. Pero los papeles, al igual que las balas, los reparte el director. Lo peor no fue ver cómo Álex recriminaba tonterías a Raúl. Lo peor fue que en los subtítulos solo ponía MIEDO. Quedaba poco tiempo para el estreno, el actor se vio impotente, se hizo pequeño y transmitió su miedo y sus dudas al resto del reparto, en un ejercicio lamentable de medianía y de adolescencia. “Eso no se hace, nene”. Raúl vio el numerito de vedette y siguió el ensayo pensando en cómo reaccionar, pero prefirió no hacerlo de momento. Era demasiado pronto para un hombre de verdad.
El día siguiente –lo ví desde mi jaula-, Raúl buscó el momento como un felino. Esperó como esperan los hombres. Esperó como esperan los hombres Leo. Esperó como solo un director de escena sabe esperar y al primer fallo le llevó al extremo de pánico. Olía a feromona, a macho alfa y sobre todo olía a tablas sobre las tablas. Álex fue expulsado de la escena hasta que fuera capaz de recapacitar acerca del escándalo y, por lo tanto, de pedir perdón al resto, aunque el resto en realidad daba igual. Debía disculparse ante el director porque debía asumir su posición para el bien de todo el reparto. Lo hizo sin estridencias y sin revanchismo. Lo hizo con suma elegancia. Yo mismo le vi construir un puente de plata que solo servía para volver.
– Raúl, me he equivocado. Me he dejado llevar por los nervios y me he comportado como un imbécil. He puesto en riesgo la obra y el trabajo de todos mis compañeros. Si no te importa, ahora podemos continuar. Tengo a Max Estrella esperando”.
– Por supuesto, Álex. Muchas gracias por tus disculpas. Ahora ya estás preparado para caminar como querría Valle. ¡Seguimos, señores!
No hizo nada más. Ni nada menos. Simplemente asumió su liderazgo de modo natural, como un hombre sin manuales, sin coaches y sin guiones. Dio una lección. Mandó como un torero para que se luzca el toro y dirigió como un maestro para que luzca el alumno. Porque un director está para dirigir, también en estos tiempos de lactantes. Un director está para dar lecciones, para llevar un sueño a la realidad, para imponer un criterio sin macarradas, solo con la voz y la mirada. Impasible pero sosegada. Y para enamorarnos creyendo que compartimos ese sueño. Dirigir por galones. Dirigir porque lo mereces. Dirigir porque hay muchos Álex que necesitan ser dirigidos para brillar pero no lo saben. Dirigir porque el rencor del coro de fracasados odia ser dirigido por un hombre mientras canta loas al advenimiento del antipastor. Primus inter lerdos.
El actor murió en el acto, como fulminado por un rayo que diera a luz el personaje. Miguel Ángel mató David y dio vida a su Moisés, como un alquimista. Álex se hizo viejo de repente. Acumuló fracaso y se volvió ciego y loco delante de nuestros ojos. Así vi nacer a Max Estrella como transfigurado bajo el foco para llevar al pueblo judío a la tierra prometida y al pueblo de fieles al Callejón del Gato, que no es exactamente lo mismo. Aunque en ocasiones, maestro, prefiramos creerlo.