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Habláis como si no pasara nada, como si el día menos pensado pudiéramos encontrarnos con él por la calle de la Palma. Habláis como si el mundo sin Antonio fuera lo mismo, como si al fin y al cabo aquel chico solitario y triste fuera prescindible y su muerte fueran sólo gajes del oficio, cosas que pasan, el fútbol es así. No, no es así. Antonio era imprescindible porque emocionaba sin gritarte, porque llegaba a tonos imposibles sin garganta, directamente salidos de un corazón a punto de partirse en cada momento. Antonio te paralizaba con miradas profundas, porque era sumamente especial. Antonio no se fue sin más; hay un hueco en Madrid, como una burbuja translúcida de vacío que se mueve a su voluntad y que a veces viene a mi estómago a recordarme que Antonio Vega ni está ni volverá a estar. Que era verdad que se acabó y que -no me digas por qué-, esa burbuja sonríe.

He estado en varios conciertos de Antonio y nunca he visto más respeto ante un artista, quizá con Camarón. Si ese día el maestro estaba mal, pues a casa y punto, pero nadie lo expresaba en alto, nadie quebraba el silencio ni la magia, nadie contaminaba el aura mágica que creaba su presencia con palabras gastadas. Nadie rompía la enorme tensión que surgía justo antes de que diera la primera nota y constataramos que estaba afinado, que llegaba, que todo OK. Que estaba allí y que ya podíamos respirar aliviados y dar un trago a la cerveza. Nadie molestaba a nadie, era una especie de oración interior, de comunión con tus sentimientos más bonitos, joder. Daban ganas de levantarse y protegerle, de darle un abrazo, de llevártelo a casa, hacerle unas lentejas y taparle con una manta.

Antonio no era sólo un músico. Antonio era un genio que hizo música como podía haber hecho otra cosa. Él habría sido un excelente físico, un gran pintor, un arquitecto de renombre, un bailarín. Sobre todo, habría sido un excelente torero, porque Antonio Vega fue fundamentalmente eso, un torero hierático, más Joselito el Gallo que Juan Belmonte, un torero de culto, el heredero de la estirpe milenaria de los toreros de arte, Antonio fue Rafael de Paula pero en Chamberí, un Paula quebrado en su hondura trágica y honda. Antonio no tiene seguidores, Antonio tiene penitentes y nos uníamos a él en una liturgia de vellos de punta, de pieles de gallina, de nudos de doble lazo en la garganta. De alguna manera seguimos unidos en este corte de digestión, en este suspiro contenido que dura ya seis años de mierda. Joder Antonio, qué pena.

El otro día bebía en El Penta, esperando a su fantasma, que por supuesto no vino. Le busqué por Clamores, por la Galileo, en El Sol, en la Vía Láctea de mis sueños y en el Liceo Francés. Pero tampoco estaba allí. Yo no sé donde está ahora, pero sé que aunque la burbuja sonría, cuando le escucho me siento muy triste, no puedo evitar pensar en su último momento, en el momento el que se pararon los relojes de Madrid, en ese momento que me pilló en un café de La Latina, en el último hálito del ser más frágil que jamás ha dado el mundo diciendo a su familia: «No me quiero morir».

Antonio ha sido la sensibilidad más grande, yo creo que veía cosas que el resto no vemos, pero lo más grande de Antonio es que su sensibilidad no es cursi, es más bien un lamento digno, un dolor sin barroquismos, es un kilo y medio de oro puro, sin matices, sin formas ni adornos, un tipo de sensibilidad nada evidente que yo creía reservada para ciertas élites pero que una vez más me demostró estar equivocado

Escribo esto hoy porque hoy es un día más, porque no pasa nada, porque no celebramos nada y porque es un día perfecto para echar de menos sin flamenquismos, para dejarnos llevar por ti, como supongo que harías antes de irte y dejarnos huérfanos de arte y de belleza, de dejarnos solos en el medio de esta vulgaridad que huele a trazo grueso. Te echamos de menos, Antonio, medio poeta-medio hippie, medio vivo-medio muerto, medio gigante-medio infante. Medio artista al cuadrado, media verónica, media verdad, media noche de verano con media vida ya vivida. Todo sigue adelante sin ti aunque como tú decías, “Yo nunca me he ido. Siempre he estado aquí y sigo estando”. Pero no te vemos. Y te echamos de menos, cabronazo.

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