Luis María no era un suicida vocacional. La afición le vino ya de mayor. Él era un indie de los pies a la cabeza y en los años anteriores había formado parte de grupos como Humble Mirinda o The Overrated. Aquellas experiencias le hicieron llegar a la conclusión de que una vida que se apagara lentamente -pongamos que entre el Parkinson y la diabetes- era un poco vulgar. Un tanto paleta. Una muerte como de otro siglo. Demasiado mainstream, vaya. Por eso, Luis María había decidido que su vida acabaría cuando él quisiera y no cuando quisiera la naturaleza. Se cambió el nombre por James W. Rochefort, mucho más exclusivo aunque algo snob. En cualquier caso, hay que reconocer que sonaba guay. (Desde luego, cualquiera puede coincidir en que no es lo mismo “Aquí yace Luis María: mirobrigense e indie” que “Here lies the corpse of our beloved and tortured brother James W. Rochefort”. Nada que ver, mon Dieu). Había decidido que se suicidaría a los veintiocho, como los grandes, pero en su caso sin motivo alguno, para no caer en lo intenso. Un suicidio con motivo era como un solo de guitarra, una figura arcaica que poco o nada aportaba a una muerte. Así que solo faltaba decidir fecha. El motivo se lo dejamos al rumor, siempre se podrían inventar para aliñar un poco al personaje una mala mujer, deudas de juego, un duelo por honor o simplemente aburrimiento. James W. ya aprovechó para dejar el trabajo, no tenía mucho sentido seguir. Eso le hizo feliz. Un amigo, también de Ciudad Rodrigo, le dijo que le veía muy bien, más gordo, y que cada día se parecía más a un tío suyo. Lo de tener buen aspecto le gustó. Lo del tío, no, así que se cambió el look y copió la barba a Larra. Luego, metido ya en harina suicida, devoró la obra de Hemingway y de Virginia Woolf, se estudió a Alfonsina Storni, compró barbitúricos y una pistola, y se puso a vivir sin más, como un niño sin miedo. Lo peor que le podía pasar era morirse en una de esas, pero era justo lo que buscaba, así que all in, a ser feliz, mientras encontraba una buena causa para ser infeliz y dar el paso y -si pudiera ser- un biógrafo a la altura de su inminente leyenda. Luis María era el Quijote de los suicidas.
Nuestro suicida había comenzado su nota de suicidio al salir de Ciudad Rodrigo camino de Oporto, que era el lugar que eligió para morir, nunca supe por qué. La cosa marchaba porque al no haber motivo no había guión y se sentía cómodo. Sucedió que, para sorpresa nuestra y desgracia suya, cada día era más feliz que el anterior; hacía cosas que jamás imaginó como vivir de hotel en hotel o leer a Benedetti. El miedo a morir se fue disipando y dejó paso a un spleen inverso que le hacía amar la vida y sus pequeñas cosas. Se dio cuenta de que el mundo era en realidad una maravilla que contemplar con asombro, un sitio de una belleza inabarcable llena de milagros en forma de biología. Cuando le hacía falta dinero, atracaba bancos sin miedo a ser abatido o se iba de los restaurantes sin pagar. Nunca pasaba nada. Jamás pensó que fuera tan sencillo. Bebía demasiado y se drogaba sin temor. Dormía hasta tarde y daba igual dónde. A veces debajo de un pino, a veces en un hotel de cinco estrellas. Nada importaba en realidad y, por ello, nuestro querido James W. se estaba convirtiendo en un hombre libre y, a medida que se liberaba, el personaje iba creciendo. Visto desde fuera parecía una nueva especie de hombre, el primero de una raza, el superhombre de Niestzche, algo a medio camino entre un hippie y un nuevo romántico. Como William Blake pero en imbécil.
Un par de semanas después, llego a Oporto. El aire lovecraftiano le hacía ligar, llegaron las mujeres y su deseo, llegaron los hombres y su admiración, llegaron las noches inolvidables, los bares buenos y el whisky caro. Siempre una cosa llevaba a la otra y nunca era buen momento para dar el paso, todo se podía posponer un poco más, buscando una causa más grave, buscando un poquito mas de fama. Además, ya que se iba a suicidar, por lo menos hacerlo a lo grande, cuando mas feliz fuera y cuando menos se lo esperaran los demás. La nota de suicidio iba camino de novela, y los editores portugueses la querían comprar siempre que se comprometía a suicidarse, claro. Vivo, la nota evidentemente no valía nada. Una nota de suicidio de un artista vivo es una gilipollez que aún no se le ha ocurrido a ningún moderno, por eso James W., nuestro Conde du Rochefort, quería aceptar a toda costa, al fin y al cabo las condiciones le daban igual porque no iba a estar para disfrutarlo y no había herederos. Él fantaseaba con el lugar, uno no puede suicidarse un martes por la tarde en el curro, así como si nada, entre word y excel, así que acordó con el editor una muerte en el Majestic en siete días. Era feliz. Su suicidio iba a ser todo un éxito.
Llegó la noche final. Él quería morir en silencio. Pidió un poco de intimidad a los presentes, que fuera del baño no paraban de hablar y de dar voces, con la prensa golpeándose y los bloggers de Mondosonoro apurando sus crónicas. Las señoras pedían la hora, se les hacía tarde. Les parecía muy informal llegar tarde a por los niños por un suicida de mierda que iba en plan estrellita.
— Bueno, ¿se suicida o qué?
— Un poquito de silencio, señoras, que ya va.
— Desde luego, este chico tiene que llamar la atención hasta para morirse.
James, Luis María, el conde du Rochefort apretó el gatillo en el Majestic, sin demasiadas ganas. No tenía ganas de vivir, pero desde luego morir era una alternativa aun menos deseable. De cualquier modo, lo hizo, se lo debía al personaje, a la gloria, al manager, al editor. Molaba que el viaje fuera una ida sin vuelta.
La prensa dijo que muy flojo, las viejas que muy tarde, sus amigos que muy pronto y el camarero que muy barato. Sacaron el cadaver del baño con los pies por delante, los sonidos eran de martes por la tarde, los coches pitaban mientras expiraba. No estaban los Humble Mirinda niThe Overrated. Luis María no era un suicida vocacional. La afición le vino ya de mayor.