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Alquilé una habitación en el número 299 de Portobello Road, un edificio de dos plantas, fachada ocre y arquitectura imposible que me encontró Henry. Antes de Julia Roberts nadie quería pasar por aquí. Esto solo era refugio de jamaicanos, patria de africanos y hogar de squatters exiliados en las humedades de los bajos del oeste. Ahora se había vuelto una zona comercial, un poco cool, un poco bohemia y con el romanticismo justo para que los pobres de Europa se hicieran pasar por ricos durante un sábado en la vida y pudieran comprar una cámara retro que valiera la mitad de lo que pagaban por ella.

Pero si te fijas bien -y casi nadie tiene la sensibilidad o la sabiduría necesarias para hacerlo- puedes ver varias capas superpuestas. Tras la capa naif para turistas, se puede ver la capa de papel sobre la que se pintaron los colores pastel, y detrás de ella el olor a fritanga caribeña, las viviendas de protección oficial, los pubs sin moqueta, el alcohol rancio, las mujeres tristes, los negocios tapadera, los hombres invisibles. Los que hemos vivido Portobello y sus arrabales vemos más cosas, vemos la droga pasar de mano en mano, vemos a los ladrones robarse entre ellos, vemos a los portugueses hacerse señas en las esquinas, a los funcionarios del Vicente Cañada Blanch soñar con ser lo que podrían ser si no fuera lo que en realidad son, el moho, el silencio de la tarde cuando los turistas se van y se guarda el decorado hasta mañana. Y ahí, al anochecer, Portobello se aísla y entra en una dimensión distinta, una dimensión de fiestas excesivas, de españoles emigrados, de perros que ladran, de jardines privados con monstruos entre los árboles, de zorros y de zorras, todos huyendo de algo.

Elegí esa zona por inercia. Excepto un par de meses en el fulgor ocre de un Bloomsbury a media luz al que algún día volveré, siempre que viví en Londres lo hice en Portobello, no porque me gustara especialmente, sino porque era mi zona y mientras estuviera en Londres no podría vivir en ninguna otra parte que aquí, en el triángulo formado por Notting Hill Gate, Westbourne Park y el Grove de Ladbroke. Era como el barrio en el que has nacido, que no se elige pero que a fuerza de vivirlo, no lo matas. O como la madre de uno. Yo, en términos estrictamente londinenses, era un habitante de W10 y sus alrededores porque así lo quiso Martha hace ya demasiados años. Los años que vivimos juntos antes de que todo se fuera a la mierda, lo hicimos en Golborne Road, muy cerca de Lisboa, una pastelería portuguesa que me alimentó de café decente durante todo ese tiempo y que aún me sigue dando alegrías de vez en cuando. Teníamos -ella tenía- dinero para comprar una mansión en Lansdowne Crescent, pero nunca lo hicimos.

Fui feliz aquí a pesar de todo y por eso ahora vuelvo a escribir: porque a pesar de todo, disfruto recordando el fracaso de aquello, los olores, el acento del oeste de Londres, las casas taciturnas, las placas azules que marcan que allí vivió un escritor que nunca seré yo, cada recuerdo melancólico, cada gota de agua y de cada anochecer precipitado. Pero sobre todo, vengo porque sé que, de seguir en Londres, Martha estará por aquí tarde o temprano y podré fingir “un encuentro casual que fuera lo menos casual de nuestras vidas”, como Horacio y La Maga.

Entre una cosa y otra, hacía ya demasiado tiempo que no la veía más que en mi recuerdo borroso y no tenía ninguna manera de encontrarla. Aquello acabó como acaban las cosas grandes: mal, de golpe, sin despedidas, sin “podemos ser amigos”. No. Yo no puedo ser tu amigo, yo no puedo ser amigo del amor de mi vida, yo no puedo verte besar a algún gilipollas inglés, yo no puedo olvidarlo todo, yo no puedo actuar, yo no estoy domesticado. Martha era mi mujer y yo soy un salvaje cuando tocan lo mío. Después de ella he estado con otras, pero Martha era mi mujer. Era mía, o más bien, yo suyo. Hay vínculos que no se rompen; tu madre es tu madre y tu mujer es tu mujer aunque no sepas nada de ella desde hace años. Lo sabes tú, lo sabe ella y lo sabe Dios que fue quien puso a uno en el camino del otro.

Martha fue siempre una decadencia relativa, un fracaso contenido, una supermodelo yonqui, un sábado por la mañana. Martha era alta, baja y zurda. Martha fue un milagro, un sueño rarísimo. A veces se sentaba en una mesa, junto a la ventana, buscaba el ángulo perfecto en el que la luz marca sus pómulos, sostenía un cigarro a la altura de su pecho, me miraba y sonreía como sonríen las enamoradas. Dios, me habría quedado a vivir en esa sonrisa de niña loca. Era castaña, bellísima y londinense. La primera vez que abusaron de ella fue en su casa, su tío, como casi siempre ocurre en estos casos. La segunda, su agente, en la escuela de modelos. La tercera vez ya no supo si era abuso o si aquello a lo que llamaban sexo era simplemente que un hombre te cogiera por detrás, te subiera la falda, te tapara la boca con una mano y con la otra hurgara hasta que el sexo y la cara se humedecían, uno de flujo -tan indeseado como inevitable- y otra de lágrimas, por supuesto sordomudas.

A los catorce parecía una mujer -lo era- y fue la imagen internacional de una marca de deporte que ya no existe, como ella. A los diecisiete ya estaba tan buena como ahora y comenzó con la coca. A los veinte dijo que no por primera vez a un hombre y comenzó a beber ginebra para aguantar la culpa. A los veinticinco años ganó su primer millón y le empezaron a gustar más las libras que los libros. Después de ese millón, vinieron muchos más, con los que dio de comer a su familia hasta el cuarto grado -unas treinta personas en total-, a su representante y a una legión de agentes, abogados, contables, camellos, publicistas, cocineros, chambermaids, cocineras, choferes, maquilladoras, personal shoppers y supongo que algún que otro cura anglicano, a pesar de lo cual no podemos decir que Martha fuera buena, generosa o humilde. Pero me quería y yo siempre quiero a quien me quiere. Nunca me he enamorado de nadie que no me quisiera previamente porque me siento culpable si no quiero a quien me quiere, como ella con sus violadores. Yo soy un amante pasivo, resignado, un estoico, una puta. Martha, por su parte, era en realidad mala, divertida y alcohólica. Creo.

Bebía mucho, bebía siempre. Bebía sola. ¿Que por qué bebía sola? Bebía sola porque estaba sola, como Nicola Six en London Fields. Martha era anárquica, un poco histérica y tímida, como todas las modelos violadas de niñas. También era superdotada, tenía un cerebro privilegiado, especialmente diseñado para joderse la vida. A los veintiséis me conoció a mi. A los veintiocho se fue. De seguir viva, ahora tendría treinta. (Sigue)

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