La verdadera vida de un hombre comienza cuando pierde a su mujer y rompe el huevo para nacer de nuevo. Para muchos ese momento nunca llega y se pasan la vida en la placenta, engordando el sueño en un mundo líquido. Cuando naces por segunda vez, te sacudes las viscosidades del parto, limpias bien la sangre, recoges los restos de pómulos y dejas por fin de ser lo que odiaban que fueras para ser simplemente tú. Kurt Cobain retrata en Heart Shaped Box, a un hombre trepando por el cordón umbilical para volver al útero de su madre. El único útero es Dios y en ese viaje de vuelta estamos todos, pero empiezo a pensar que de tanto romper cáscaras y trepar cordones, al final, sin querer, es posible que logre decir mi nombre hacia adentro.
Cuando Martha se fue, nací como escritor, así que me tocó escribir. Ese fue el orden, primero el disfraz, mucho después la obra. No es que empezara a escribir y me convirtiera en escritor, sino al revés; me hice viejo de repente, el escritor me echó de mi cuerpo y exigió una obra para dar sentido al silencio. Cuando me cansé de olvidarla desperté en Londres, el único lugar del planeta en el que la decadencia es lo mínimo exigible para el arte. Aquí fuimos felices juntos, creo recordar, aunque tampoco el recuerdo es garantía de nada; si algo he aprendido es que la verdad es solo una de las versiones de los hechos y la memoria es el ego haciendo orfebrería.
Comencé a escribir para formar una nueva identidad. Soy, por lo tanto, un escritor en búsqueda, un escritor primerizo, y por lo tanto un escritor inexperto. Apenas escribo, si es que no escribir no fuera otra manera de hacerlo, quizá la más sutil, pero vivo como escritor, visto de blanco y negro -como Frankie, como Dios- y paseo por Londres convertido en otro personaje que acabará cuando me deje mi segunda mujer. A la tercera la conocí antes que a la segunda, y fue en Turks Row, en Chelsea. Ella vestía de verde militar y oro -japonesa, gafas de sol enormes, treinta y pocos, stilettos- y caminaba hacia Franklin’s Row. Yo iba hacia Sloane Square, donde me había citado con Henry -el tío que más sabe de arte en esta jodida isla- para ver juntos la exposición de Hermès. Mi tercera mujer y yo, por lo tanto, coincidimos frente a un campo de futbol de Chelsea, que no es lo más literario, pero que es la verdad. Ella estaba sola, ese ángel, esa belleza, esa pronunciación perfecta diciéndome que Saatchi estaba a la derecha y después de nuevo a la derecha. Nunca olvidaré su olor. Olía a Chelsea (a libertad, a victoria, a Napalm al amanecer, pero dando vida y no muerte); un olor característico que jamás había olido antes y que reconocería de nuevo en cualquier lugar y en cualquier momento, como se reconoce el olor de una madre o el de una puta. A ella le dieron el olor directamente en Macondo, en Comala, en Santa María, en la Atlántida, en Belgravia, en el regazo de San Pedro, en el mismísimo limbo antes de que lo quitaran.
Me enamoré de ella en esos cinco segundos que tardó en indicarme la dirección a la galería, y lo hice porque tenía pinta de mujer de escritor, y eso se reconoce en una mirada: paciente, firme, segura, tranquila, profunda, descreída, independiente, de pocas palabras. Lo suficientemente culta como para escribir mejor que yo y lo suficientemente prudente como para no hacerlo. Sonreía mucho y hablaba poco. Era bellísima. Y no me corregía. Era el tipo de mujer por el que cualquier hombre perdería la cabeza. Parecía virginal, buena, dulce, una de esas bellezas rotundas e indiscutibles. Mucho después supe que se llamaba Laura y que aquella tarde ese aspecto virginal venía de follarse a tres ingleses borrachos en su duplex de Lurgan Mansions, en Sloane Square. Mientras me enamoraba, la perdí la pista y me entregué al tumulto de la planta de arriba de Tachen. (Sigue)