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El dueño de mi estudio en Portobello se llamaba John Mallion, tenia una edad imposible -digamos que ciento cincuenta años- y vestía como un romántico del XIX, aunque según Oscar Wilde, el siglo XIX es solo una invención de Balzac. Qué grande. Yo quiero inventarme un siglo, como Umbral se inventó los ochenta en Madrid, la Movida, Embassy, Ramoncín, Pitita, y a los travestis de Villalonga. Yo quiero inventarme el principio del siglo XXI en Londres, pero me conformaría con reescribir el XX.

Le quise pagar un mes por adelantado, pero Mallion se negó. Me dijo que era un tipo de costumbres, un enamorado de la tradición y que en Londres “la unidad mínima de tiempo es la semana y la máxima Scotland Yard”. Entre medias, la lluvia, o puede que la vida, la vida de Londres, la vida con la maleta hecha, la provisionalidad de los andenes y los payslips de los viernes, las llamadas espaciadas, la sensación de no pertenencia, la civilización, las miradas vacías, las teteras o la muerte, la podredumbre de los ancianos, los niños, los niños, los niños que no están, los niños que sonríen en el centro, los hombres que no llegan y las mujeres que se fueron, las estaciones de metro y las estaciones eléctricas del Southwark, el vietnamita de Holland Park, la piedra triste, la decadencia altiva, la soledad de un corredor de fondo al que la ciudad se le ha quedado definitivamente atrás.

El viejo se enteró de que era español y que había ido a escribir como aquel joven Hemingway en la falsa primavera de Paris pero sin mujer ni futuro. Me dijo que me encantaría saber que en mi habitación y no en otra, vivió Joaquín Sabina casi un año junto a una argentina. «Y que una vez fue Fernando Morán». Dudé un segundo pero decidí que era cierto, además era mucho mejor creérselo que no creérselo. Siempre he sido un admirador de Sabina y uno no tiene la oportunidad de despertarse y trabajar cada día en la habitación en la que supuestamente El Flaco trabajó, cantó y conspiró contra el franquismo, sobre las calles mojadas de un Londres pre-thatcheriano, el Londres de verdad, de cuando Londres era Londres y su imagen era en blanco y negro, de cuando el smog lo cubría todo con la lluvia de fondo y los punkies se hacían fotos contigo en Picadilly a cambio de una libra. Y en mi cabeza, de fondo, la musiquilla de la cabecera de la BBC con la palabra Thames sobre un fondo caleidoscopico de la catedral de San Pablo, gris y terrible, con olor a profesora de inglés y a la luz mortecina de la infancia.

La habitación era amplia, primer piso tras unas escaleras diminutas con bicis escondidas, olor a casa cerrada y a otoño podrido. Pero tenía vida. Tenía poso, pasado, tenía fantasma. Cuando abrí la puerta de madera azul, sentí esa intensidad serena y sin entusiasmo que da el olor de la moqueta, que lo inundaba todo, como en los teatros del West End. En España siempre ha habido una cruzada anti moqueta, a la que se le tacha de puerca, de sucia, de refugio de polvo, de residencia de ácaros y de sueño de líquidos vertidos, pero la verdad es que en la humedad londinense, la moqueta es necesaria para aislarse del exterior y así llorar un poco menos. Esa moqueta en concreto -esa moqueta que en su día debió ser granate-, le daba a mi habitación un aroma a hogar decadente, pero a hogar al fin y al cabo, y me ayudaba a no olvidar dónde estaba y por qué, que era un escritor autoexiliado, buscando inspiración entre bostezos para mi libro, que se llamaría Pathetic y poder así fingir que no buscaba a Martha ni escribía para ella. A mi izquierda, una cama y una mesilla de madera restaurada con un plano de metro, un libreto de un musical de Andrew Lloyd Webber, tres sobres marrones y una tetera. Lo agradecí porque, desde que vine por primera vez a Londres, se me pegó lo del te.

Según Henry, el te era lo que marcaba las diferencias. Un día, me enseñó con ese acento de pijo interno en una Public School, que para ser alguien en la sociedad inglesa, había que hacer té constantemente y aprovechando cualquier situación. Cuando hay visita, cuando no la hay, cuando sales de casa, cuando vuelves a casa. Siempre. Té. Pero hirviendo. No vale agua muy caliente, eso es síntoma «de vulgaridad extrema y de indios», decía. Era un hijo de puta con cara de barítono pirata, como todos los ingleses. También, según él, es de clase media hacer el te con bolsitas. Las teabags están permitidas si tomas el té en soledad, pero si hay alguien más, aunque sea el electricista arreglando una bombilla, hay que renunciar a las bolsas y hacer el té con hojas. Eso te presupone alguien bien educado. Y si además dispones un juego de cerámica china y pones la leche -fría- en una jarrita, inmediatamente escalas hasta convertirte no sólo en alguien bien educado y con clase e inteligencia suficiente como para triunfar, sino casi en un británico. Ya no eres un jodido español sino un gentleman de origen castellano, que es muy diferente.

El racismo inglés es muy sutil, apenas se nota aunque siempre está presente y se percibe aunque no se vea, como se percibe el viento, como se percibe el amor. Y es que Londres no te juzga por tu raza, por tus apariencias o por tu físico; te juzga por tu acento. El clasismo británico es intelectual, es un asunto de cuna, de elegancia innata hasta para vestirse un domingo a seguir emborrachándose y posponer la realidad un poco más, peinando el hair of the dog. Esto vale para una pija de Pimplico y para un albañil de un polígono en Barking. Es un asunto de conocer la tradición para cagarse en ella si es necesaria. Demonios, los punkies llevan la bandera del Reino Unido para pedir anarquía. La tradición es la tradición, el te es el te y la vida es una mierda ante la que solo queda saber estar y jugarse la bragueta con la mirada alta y la voz baja.

A mi derecha unas baldas blanquecinas con una pesada cortina burdeos por delante que hacía las veces de armario, un espejo roto y unas macetas sin plantas. Y de frente una estantería con libros viejos sin ningún valor y un gran mesa de trabajo delante de un ventanal que daba a Portobello Road. Cuando abrí la ventana por primera vez me empapé del aroma de vida del mercado de frutas y verduras, de voces alteradas de tenderos, de olor a anticuarios, a muebles viejos, a libros polvorientos, a ropa de segunda mano y a turismo de Lonely Planet. Se me escapó una lagrima de felicidad, puede que por el olor a sueño trágico y a humedad. Nunca he sabido por qué me produce tanta felicidad la tristeza ni tanta tristeza la alegría. (Sigue)

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