Mi segunda mujer iba a ser Helen Sartain. Ella era la única persona que me trataba como si fuera escritor, es decir, como si fuera yo, el nuevo yo, el recién nacido. Del otro -el joven, el viejo- quedó poco, alguna secuela física, una cicatriz de espejo y bromuro. Si algo he aprendido es que no solo hay trenes que no vuelven; la estación también está llena de trenes que no se van, que se pasan una vida entera en la vía, esperándote con las puertas abiertas y las maletas llenas de lluvia. Esos trenes son los lugares de los que no se vuelve, o al menos de los que no se vuelve vivo y eso es algo que nunca entenderán los que no han estado en el otro lado, ni si quiera una noche de visita, los que piensan que las manchas se quitan con un baño, que las tripas vuelven a su lugar tras un navajazo y que las cucarachas se van cuando se baja la basura y la vida se airea.
Puede que sea pronto para encontrar lo que busco pero definitivamente siempre es tarde para encontrar lo que se ha perdido. Helen y yo nos conocimos en una fiesta privada en el Groucho Club del Soho, entre lo más noctámbulo y ruin de la alta sociedad londinense de la que ninguno de los dos formábamos parte, como personajes de Scott Fitzgerald o, mejor dicho, como si Londres le lanzara a Scott la verdad a la cara para que de una vez entendiera cuan mezquina y cuan brillante puede llegar a ser la vida. En Londres se dice que es más fácil entrar en Buckingham Palace que en el Groucho y nosotros entrábamos y salíamos de allí con la libertad con la que uno entra y sale del infierno. En realidad, yo hacía tiempo que no pintaba nada allí, pero me seguían invitando porque Martha era una supermodelo y nadie se había atrevido aún a quitarme de la lista por si aparecíamos juntos de nuevo; Helen Sartain, por su parte, estaba en la lista porque fundó el Club. No es que estuviera en la lista, es que ella era la lista. Ese era el nivel.
En el Groucho, las mecenas del mejor arte se volvían zorras vulgares, las directivas sádicas, perras masoquistas y los dueños de los fondos apostaban tanto dinero que no pagaban rondas: compraban países ante nuestras narices. Los artistas, los bufones, las putas, los políticos, los actores… todos estábamos allí, en ese Groucho maldito y decadente, entre indios millonarios y árabes gordos que nos servían de público y de figurantes en un atrezzo del que no se sabían parte, aunque quizá, en realidad el atrezzo fuéramos nosotros. Aun así, los baños olían como todos los baños. No hay glamour en la planta de abajo, Scott. Te lo digo yo, que he sujetado la cabeza a Johnnie Depp más veces de las que puedo contar. El Groucho era Roma en los tiempos de la decadencia.
Cuando me acerqué a Helen por primera vez me sentía Jep Gambardella, desprendiendo mundanidad bajo ese aura de escritor oscuro. Fui de frente, me presenté en un perfecto inglés que más tarde fui perdiendo con el alcohol. Esa es la prueba de fuego: a los advenenizos el alcohol nos vulgariza el idioma porque le perdemos el miedo; a ellos se lo pule porque saben no pueden perderlo. Yo empecé la noche como Michael Caine y terminé como el pequeño de los Gallagher. De cualquier modo, la pose de torero escritor -abelmontado, noventayochesco, umbralizante-, fue un éxito. Si era escritor, era español y estaba en esa fiesta, debía ser muy bueno, pensaban los ingleses. Un maldito, el último de una saga, el heredero de Bolaño, qué sé yo. Helen jamás podría sospechar que el disfraz de escritor es un disfraz de superhéroe; te salva de la mediocridad en la que pasas la vida cuando no escribes. Lo que poca gente sabe es que el escritor más peligroso es el que no escribe, porque está ahormando su cabeza, planeándolo y guardándolo todo.
De cualquier manera, para Helen, yo solo existía como escritor, no existía el pasado, solo el presente, solo la felicidad contenida de ese amor a deshora, que a mi me llegaba demasiado tarde y a ella demasiado pronto. Una cosa llevó a la otra y sin entrar en detalles esa noche dormí en su mansión de diez millones de libras de Chelsea, esperando un descabello que para mi sorpresa no acababa de llegar. Cuando dos personas así se encuentran, son dos planetas hasta que una se hace satélite de la otra. Por eso, al final sale el sol para recordárnoslo, dos cuerpos doloridos, mi cabeza como un hervidero de marisco, marcas de dientes en la mirada y la culpa irresistible e irreprochable llamando a gritos: “¿Dónde cojones estás, Martha?”. (Sigue)