Lo único que me quedó claro tras aquella noche de carnaval es que Helen era una artista. Lo supe porque no la entendía, y no me refiero a un no-entender típico de un hombre hacia una mujer. No la entendía de modo holístico, no la entendía de modo pleno y absoluto, no era capaz de descifrar el código a través del cual ella opinaba, creaba o simplemente miraba. Helen era un enigma imprevisible. Además de artista era postartista, antiartista, preartista, crítica, critica de la crítica y le gustaban mis peores textos. A mis mejores textos les veía un tufo a mediocridad, aunque hasta esto me lo rebatía; no compraba la palabra tufo, aunque ya le había explicado que el olor de la mediocridad es un tufo, no un aroma ni un olor. Alguna vez intenté escribir un texto premeditadamente mediocre para que le gustara, pero entonces no lo lograba. Y si hacía una mierda enorme, ella lo interpretaba como algo fresco, libre y decidido, como una brillante misa que celebrara la muerte del arte, a no ser que lo hiciera así para buscar su aplauso, en cuyo caso notaba el artificio y el halo ventajista lo empañaba todo.
Helen sonreía siempre, pero tras esa sonrisa de política tory había una mujer extremadamente dura, bastante insolente y sobre todo muy joven, no llegaba a los treinta, aunque nunca he sabido su edad exacta. A partir de esa noche y durante una temporada uno fuimos el refugio intelectual del otro, de ese otro que siempre está despierto detrás de la cortina, a años luz del espejo. Helen era mi crítica mas feroz pero era también la única persona que hizo algo por mi como escritor en Londres. Contaba conmigo, le hacía textos para sus exposiciones, formaba parte de ellas, me presentaba editores y me daba consejos para defraudarles sin que me mandaran a la mierda. Sus consejos eran los únicos que seguía porque, a decir verdad, parecían realmente buenos. Helen había alcanzado un grado de madurez impresionante para su edad, y una tristeza casi endémica. Creo que, a medida que crezca, perderá esa insolencia, esa chulería, esa mala hostia, para convertirse en una más, en una chica alegre en busca de algo que no sé que es pero que definitivamente nunca seré yo.
Ella pensaba que la gente pobre era mala y como ella había decidido ser buena, tenía que ser rica. Para una mujer de su posición, trabajar por dinero es denigrante. Una vez le dije que en realidad yo escribía para que ella lo odiara y ella respondió que esperaba que el halago fuera mentira, que nadie merecía un honor tan grande. Ella siempre ganaba y lo que es peor, si yo ganara un día, a ella no le importaría en absoluto, su desdén era total, miraba Londres desde un púlpito y sin una pizca de soberbia, como si Hampstead Heath fuera su jardín. No había nada en ella que me hiciera pensar que lo que yo hacía le importara, excepto una cosa: lo demostraba a diario. Tenía una expresión tímida, sonreía en las fotos y sabía conducir. Una mujer así solo pasa una vez en la vida.
Esa mañana había quedado con ella cerca de mi estudio de Portobello, en The Tabernacle, el único bar de Londres en el que no se oye absolutamente nada, entre Powis Square y Talbot Road. Me podría quedar a vivir allí. The Tabernacle bien podría ser una iglesia anglicana, un museo de arte sacro, un centro de estudio universitario o una sala underground de teatro moderno. Estaba al lado de una de esas construcciones de arquitectura típica inglesa, hasta tal punto que estuve toda la cita pensando si esa lechuza que se asomaba por el tejado era de verdad o era una pequeña estatua para espantar a otras aves. No lo llegué a saber, y de hecho comencé a pensar que quizá el espantapájaros allí era yo y la lechuza mi némesis, como Minerva dando señales al destino.
Helen llegó como siempre: bella, a su pesar. Empezó a contarme la disposición de una expo que estaba comisariando en Shoreditch, de una tal Allegra Pacheco. Lo que me contaba sonaba bien aunque, como ya he dicho, jamás le entendí una palabra. Prometí que me pasaría por la inauguración a echar un vistazo, a pesar de mi odio a Shoreditch, a los actos sociales y a lo que representaban ambas cosas. “Me pasaré con Henry, que al fin y al cabo es tan alta sociedad, como tú, y puede ser mi intérprete”. Helen me miraba con mezcla de ternura y de indiferencia, como toda inglesa que se precie. “Pásate con quien quieras querido. Pero pásate sobrio, allí puede haber editores. El día que por fin escribas algo, pueden ser de tu interés, si es que llega ese momento, algo que cada vez dudo más. En el fondo, me decepcionaría”. No le faltaba razón. Pero, en realidad, ni si quiera entonces entendí qué quería decirme. (Sigue)