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Por entonces aún amaba a Helen. El patetismo que trajo, también cesaba con ella. Era una mujer excepcional y nuestra historia era lo que yo quería que fuera: intensa, literaria, sin roces de convivencia ni sueños de futuro. Era más intelectual que pulsional, muy afectiva y tenía algunos complejos que matizaban a la baja su egocentrismo. Sobre todo, no tenía que fingir ser otro, simplemente todo funcionaba siendo el personaje que me apetecía ser. Me entendía, me admiraba y follábamos poco, la verdad. Comprendía mi manera de pensar y mi manera de expresarme por escrito, que en realidad es lo único que a un escritor le interesa.

Cuando alguien dice que le gusta cómo escribes, en realidad quiere decir que le gusta cómo piensas y cómo sientes, es decir, en último término, que le gusta quien eres. No creo que haya un mayor elogio ni mayor serenidad que sentirte querido a través de tus textos y Helen leía todo lo que escribía, realmente se interesaba, lo analizaba, hacía comentarios… Me tomaba mucho más en serio que yo a mi mismo. Nunca me preguntaba por Martha y yo nunca hablaba del tema, pero estaba en el aire. Helen no era todavía tan bella como llegaría a ser después, pero sus ojos ya era prometedoramente tristes, supongo que por mis repetidos noes. No a escaparnos a la campiña, no a conocer a su familia, no a sus amigas de Essex, no a la carne asada de Navidad. No a todo. Cuando dices que no a algo, estás diciendo implícitamente que sí a muchas otras cosas, en mi caso sí a escribir. Y sobre todo, diciendo no a Helen podía decir sí a Martha.

De estar viva, Martha estaría ahora viniendo de las conclusiones a las que yo llegaré mañana. Y lo haría mientras veía dos exposiciones, tres escaparates, se cogía una borrachera con su correspondiente resaca, depresión, decadencia y resurrección. Era mucho más inteligente que yo, pero sobre todo, era más débil. Dependía siempre alguien, de quien fuera, menos de mí, que lo veía todo desde lejos, no sé si desde arriba o desde abajo. No entiendo cuándo le daba tiempo a pensar, porque a mi lado nunca lo hacía y pasaba conmigo la vida entera. Es como si alguien le metiera conclusiones precisas en la cabeza mientras dormía y ella solo respondiera como una autómata cuando se le planteara la conversación. Tenía todo pensado de antemano. Ante la tesis A, yo mantenía la tesis B, pero ella ya estaba en la síntesis C, que era a su vez otra nueva tesis D cuya antítesis E, ella ya había valorado. Era imposible ganarla. Casi nunca tenía razón, porque no sabía construir, pero su capacidad crítica era sobrehumana y además llegaba a través de unas secuencias de pensamiento que, aún hoy, siguen siendo para mí un enigma.

Tenía opiniones sobre cada cosa, yo pienso que debía tener un truco, una especie de plantilla que sobreponía a cada idea y que le daba con rapidez asombrosa la claridad para formular una opinión perfecta, basada en datos y en influencias pasadas. Me ponía nervioso con sus movimientos de cabeza rápidos, como los de un ave. Si íbamos por la calle y yo la sorprendía con una anécdota histórica, ella no solo la conocía sino que conocía su crítica y la crítica de la crítica. Ella sabía de lo mismo que yo, pero más. Ella era más artista, más culta, más intelectual, más brillante y sobre todo, mucho más hija de puta. Porque Martha era una hija de puta sin sentimientos y sin moral. No es que fuera inmoral, era amoral. No tenía sensación del bien y del mal, las cosas que le venían mal estaban mal y las que le venían bien estaban bien. Ella era el rasero. Ella era la moral, toda la moral. Su cosmovisión era un enorme espejo idealizado, por eso siempre estuvo sola. Incluso haciendo el amor.

Ahora estaría seguramente caminando con sus enorme gafas de sol, una cazadora de cuero, una camiseta negra de los Who, las manos en los bolsillos y fumando un cigarro rubio. O quizá estaría sentada en una terraza de Angel con el vestido blanco más caro y más corto de la calle, resplandeciente y con diez años menos de los que tenía ayer. Sus arrugas son de quita y pon, su gustos de hombre y jamás la vi sola. Tenía pavor a la soledad física. El otro tipo de soledad, la afectiva, la intelectual, jamás la abandonó. Martha habría sido lo que hubiera querido sino hubiera querido ser lo que finalmente ha sido: un reflejo cóncavo y enfermo de belleza. (Sigue)

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