Una corrida de toros puede ser una de las mejores experiencias estéticas y la manifestación más culta, plástica, intensa y bonita del mundo del arte, o puede ser un rollo insoportable, un castigo excesivamente duro para la sensibilidad del que tiene el ojo educado y el corazón abierto de par en par esperando que algo que lo llene.
Lo segundo es lo que suele ocurrir, por eso cuando sucede lo primero es tan grande: porque es extraordinario. El milagro sucede de repente, cuando menos te lo esperas, cuando vemos a un torero–un poeta- crear una obra grande toreando. Porque una cosa es torear y otra pegar pases. Hay algunos, como José Tomás, que pegan pases sin más -uno, otro, otro, otro- y cada tanda tiene como objetivo que la maquinita del fervor programado toque arrebato masivo y ordene emoción general en los tendidos. Eso no es torear, torear es otra cosa. Cuando un torero torea, no hace falta la maquinita del fervor, el cartelito de “aplauso” ni subir la foto a instagram, porque el arte brota de dentro hacia fuera y no al revés; surge de lo más hondo, se rompe el “ole” en el camino del corazón a la garganta. Eso es torear. Pegar pases es otra cosa. Torear es no engañar a la gente intentando sacar faenas a toros que no sirven. Torear no es divertir. Un natural es un paso de palio, un soneto, un aria. Pegar pases es otra cosa. Pegar pases, uno tras otro, es como intentar enamorar al amor de tu vida mientras ves de reojo un Osasuna-Eibar. Acompañado, eso sí, de Vargas Llosa. No.
Dar palmas muy rápidas y muy fuertes está bien, se hace mucho en los mítines políticos y tiene como objeto anunciarse como siervo de la gleba, congraciarse con la manada, al estilo converso, buscando aprobación y demostrando que eres más Tomasista que el resto. Venir emocionado de casa. Pero torear es algo reservado a los elegidos, algo que por otra parte todos hemos sentido ser alguna que otra tarde, Wharhol mediante. Una cosa es la tauromaquia y otra la fachada reflectante del reino. Una cosa es jugarse la bragueta como medio para expresar tu arte y otra es jugarte la bragueta porque no tienes arte que proponer.
José Tomás no es un artista. No sé que es, pero no es un artista. Es otra cosa. Él quiere dinero, mucho dinero, y la única manera de pagárselo es vender toda la plaza con abonos completos. Eso implica que José Tomás debe torear poco y caro para poder alimentar el invento, echar carnaza a las pirañas, cerrar la puerta de la plaza a los que no puedan pagar el abono, gentrificar la sombra. José Tomás, para cuadrar el invento, exige compañeros, ganadería, exige no ser cabeza de cartel, exige no cerrar cartel, exige doctor, exige –dicen- entradas para la reventa, publicidad…José Tomás, según se quejan algunos, autoriza la presencia de medios y elige redactores. Se porta, en definitiva, como un paletillo feudal.
Pero eso es ahora. A mi José Tomás me ganó en su trienio cabal -del 96 al 99- donde bordó el toreo. Después se fue y nunca volvió igual, aunque el estremecedor sonido de las palmas no le deje escuchar la realidad. Hace tiempo que se fue. El José Tomás de ahora torea sin temple, es un enganchón constante, un desarme diario, es un homenaje al pase sucio, casi nunca se coloca bien, se pone en lugares donde es imposible torear con arte, pero me temo que la belleza no es su búsqueda ni la de su público, como tampoco lo es el arte ni el sentimiento. Él busca la verticalidad de la endorfina, el empacho de cortisol borrando la memoria, el niño que se come todas las pastillas de la caja para llamar la atención. Pero no es eso. Hay una diferencia entre la belleza y la cosmética.
El tremendismo tiene mi respeto como técnica narrativa y mi admiración como recurso de branding, pero no como modo de vida: no hay branding en el albero, en la vida ni en la muerte. El tremendismo requiere mártires, pero el arte requiere artistas. No se puede hacer arte con el ventajismo con el que torea José Tomás ante un público ganado de antemano, que lo que quiere es decir “yo estuve allí” a su cuñado en la cena de Navidad y no “aún recuerdo esa media verónica que era un cartel”. No es eso, no es eso…
Este último José Tomás torea como en un videojuego, me sé la faena de memoria, me he pasado la pantalla cien veces. No transmite nada, lo siento, debe ser la anhedonia, el spleen, el empacho de propaganda comunista que vende como extraordinarias y antológicas todas sus actuaciones, sean como sean y de antemano. Propongo un mano a mano con Kim Jong-Un, todos con Nuñez del Cuvillo elegidos minuciosamente por el entorno Tomista para que se pueda pitar en el caballo y quejarse de las condiciones, sin saber que esas condiciones han sido elegidas por el Dios que se queja dos metros más allá mientras hace aspavientos con la mano para que quede claro que él se apiada de la poquita fuerza del toro que ha elegido. Es un tango sobreactuado a la ingeniería genética, una carta de amor al trampantojo, un Hamlet con acento venezolano, el empacho del paroxismo, es fundamentalismo, es uno y trino, no es criticable, es nacionalismo de Galapagar, papel couché, tertulianos, barreras con olor a Chanel, y un acto social muy alejado del arte de los toros y de sus leyes más profundas.
Escribo esto a sabiendas de que estoy atentando contra el canon de la corrección, contra la verdad absoluta, contra la doctrina progre y contra un modo de ver los toros y la vida más cercano a Cristiano Ronaldo que a Joselito. Podría decir que es un gran torero que a mi personalmente no me emociona, y seguramente sería más verdad y más justo, pero no sería sincero y esto va de sincerdidad, de echar la patalante, clavar el mentón al pecho, bajar la mano y romperse con el toro. O eso, o nada. El resto, no me interesa.