Una persona de verdad, una persona hecha y derecha, una persona que ha vivido, que ha leído, que ha viajado, una persona como Dios manda, en paz y en orden consigo misma, sin complejos, vertebrada, una persona de las que no estiran el meñique para beber ese espumoso de Extremadura con el que le han engañado antes de ayer, una persona -para entendernos- de esas a las que no se les ha perdido nada en el sudeste asiático, esta noche debería estar en la cama no más tarde de las doce y media, de mala leche y diciendo no a todo: no al silencio, no al ruido, no al wi-fi, no a bailar, no a la soledad, no a la compañía, no al alcohol, no a la abstinencia, no al año pasado, no al año que viene y, sobre todo, no al especial nochevieja de la tele; no a Paloma San Basilio, no a Francisco, no a Los Sabandeños, no a José Vélez y en general no a toda la música canaria; no a los programas de nuevos talentos, no a los programas ‘remember’ y, por supuesto, no también a los cotillones, no al trasiego interminable de jóvenes con las americanas de sus padres, que les quedan como si el guardaespaldas de Rosalía se disfrazara de mayordomo de la Vera Cruz y que hacen que no sean suficientes los dedos del cuerpo para contar los años que hace que no eres joven; no a los bares llenos, no a los bares vacíos, no a los matasuegras, no a la ropa interior roja, no a los conjuros para entrar en el año nuevo con suerte, no al cava por el suelo, no a las peladillas y no a los petardos. Porque esa es otra, no sé en qué momento esta ciudad se ha convertido en un pueblo valenciano en el que ya solo falta que alguien diga eso de “Senyor pirotècnic: pot començar la mascletá” para dar paso a ese show de pólvora y polígono que nos acerca al Sarajevo del 92.
Lo mejor que puedes hacer es meterte en la cama con tu mejor disfraz de anacoreta, cerrar los ojos y sonreír pensando en el horror de la colas interminables, de los servicios unisex encharcados, de la música electro-latina, de las corbatas en la frente, de los encuentros evitables y entregarte por completo a la misantropía para entrar en los felices 20 de la mejor manera que se puede: madrugando como un Cartujo, muy limpio, con una vestimenta que deje totalmente claro que ayer no saliste, con un aspecto que exagere tu frescor y, caminar por la calle con la superioridad moral que te da la renuncia a todo de ayer, regalando miradas displicentes y gestos de desaprobación a ese joven que hace cuatro días eras tú y que llega a casa homenajeando a Ernesto de Hannover. Y es entonces cuando te exiliarás mentalmente a Viena, a dar palmas a la vida como si tu segundo apellido fuera Radetzky, para tomar -ahora sí- un par de copas de champán y media docena de langostinos al cadmio. Y mientras tanto, mirar de reojo las caritas de ibuprofeno que se les han puesto a los del coro que ayer te llamaba soso, sieso y no sé cuantas cosas más. El año, amigos, va que jode y, cuando quieras darte cuenta, los tienes en pantalones cortos planeando la primera barbacoa. Que Dios nos pille confesados.
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 31 de diciembre de 2019. Click aquí)
¡Bravo!. Mi enhorabuena.
¡Bravo! Mi enhorabuena. El artículo está en mi Facebook.
Se soprenderia de saber cuanto nos parecemos, Margarito; la única diferencia que noto, muy a mi pesar, es el abismo literario y la brecha generacional.
Ahora es cuando lamento no haber leído lo suficiente; no tener el caudal que le supongo, porque para mí, escribir es la única cosa que me permite seguir vivo.
Experimento todas sus desazones, sus fobias y el desesperado desasosiego de saberme rodeado de cándidos, patanes fiesteros y tarados, cuyo rasgo más evidente, es un encogerse de hombros de la inteligencia, como sentenciara el gran portugués.
No me dará tiempo, aunque los atracones a leer tengan su entidad, para poder un día sentirme tan orgulloso de escribir como de leer a gente como Ud.
Muchas gracias por su gentil ofrecimiento de poner nuestra disposición el fruto de su trabajo.