«Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así». Daniel ‘El Mochuelo’ vive hoy en una residencia de ancianos en las afueras. Tiene 84 años y aun conserva esa cara de susto, solo que ahora es un susto con motivo, un susto dentro de contexto. El otro día cayó en la cuenta de que es posible que nunca más vea el mundo sin mascarillas, el mundo tal y como solía ser y ese pensamiento ya no se le va de la cabeza. Como para no tener ojos de susto. Es cierto que no lo aborda de modo trágico -le educaron para ser un hombre recio, sin llantos ni florituras- pero la cosa es que le preocupa mucho y no puede dejar de pensarlo. Esa es, desde luego, una posibilidad y muy real. El tiempo corre, la línea del horizonte está cada vez más cerca y Daniel sabe que quizá no le de tiempo a ver lo que había detrás de esa puesta de sol en la que siempre ha imaginado que terminaba el camino. Unos dicen que el mundo ha cambiado para siempre, otros que a final de año habrá vacuna y un poco después, tratamiento. Pues quizá. O quizá no. En cualquier caso, una cosa es segura: 84 años son 84 años y es posible que, si llegara la solución, él ya no viva para verlo. Qué final tan absurdo. 

La vejez es un retorno a la infancia y los recuerdos de sus primeros años en la aldea cada vez son más frecuentes y nítidos. Recuerda a sus amigos, recuerda los olores y esos olores le transportan a una felicidad inmensa. A veces cierra los ojos y se pierde en el olor de la quesería de su padre. Si le hubieran dicho entonces cómo iba a terminar todo, desde luego no lo hubiera creído. ¿Cómo iba a pensar en mascarillas mientras tiraba piedras al río? ¿Cómo imaginarse, cuando pescaba ranas, que sus últimos años iban a ser una lenta procesión de féretros con neumonía? ¿Quién es el loco que se hubiera creído que tendría nueve nietos, pero no le dejarían besar a ninguno? 

Ha pensado muchas veces en volver al valle, junto a Roque, pero allí casi no hay nada y, aunque se encuentra bien, no se vale del todo por si mismo. Además, sus hijos están aquí y lo van a ver casi todos los días. Este es su sitio y la nostalgia no tiene coordenadas. El pueblo no es un lugar, solo un escenario mental de felicidad. Un anhelo. Y ya se sabe cómo son estas cosas, luego nada es como uno lo recuerda. En realidad, casi todos sus amigos, las Guindillas, Uca-Uca, La Mica, terminaron por irse poco a poco, en un goteo incesante. Lo de siempre: la promesa del progreso, la gran ciudad, el trabajo y el cochino dinero. A decir verdad, al final su padre tenía toda la razón. Vino a hacer bachillerato y, con esfuerzo, todo fue rodado. La universidad, el primer trabajo, la boda y los niños. Y ya, en realidad no ha hecho otra cosa más que trabajar, trabajar mucho, trabajar siempre. Luego los niños se hicieron mayores, se fueron y llegaron los nietos. Y lo de su mujer, que faltó demasiado pronto, dejando un hueco que ni si quiera ha intentado llenar. La echa de menos cada día, pero, en fin, la vida no es más que esto, adaptarse a lo que viene, boca cerrada, mirada baja y caminar, a veces con más luz, a veces con más sombra, pero caminar siempre, caminar cada día esperando que tengan razón los optimistas y este año pueda pasar la Navidad en casa, con sus hijos, sin miedo ni dolor. Los nietos ya no escuchan a los abuelos, por eso los abuelos de ahora hablan poco. Pero basta de lamentos, Daniel sabe que si sigue pensando se va a poner a llorar y no quiere que le vea la enfermera. Además, se está haciendo de día, por lo que será mejor que se vista y se olvide de «esa sensación tan vívida y clara de que su vida había tomado un camino distinto del que el Señor un día le había marcado. 

Y lloró, al fin».

(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 20 de octubre de 2020. Disponible haciendo clic aquí)