
En el corazón de Malasaña, el sonido de los tambores anunciaba un nuevo día grande. «Hay que ver lo que le gusta a esta gente una batucada, por el amor de Dios», se dijo James W., que nunca había podido comprender el nexo oculto entre la percusión y la redistribución de la riqueza. Y menos a una hora tan temprana. Porque está bien estar comprometido con algo, pero estarlo con la alarma parecía excesivo. «Además, ¿qué tendrá que ver la batucada con la lucha de clases? ¿Será la progresividad rítmica una metáfora de la progresividad fiscal?». Mientras avanzaba por la Plaza del Dos de Mayo, las cajas, los timbales y las panderetas se hacían presentes en primer plano. Y junto a los columpios, las pancartas que reivindicaban la importancia de invertir en ‘Culturas’. ¡Ah, las Culturas! Esa mayúscula y ese plural le volvían loco porque decían mucho más de lo que callaban. De hecho, esos dos detalles eran como las huellas de un lobo que anunciaban, en algún lugar cercano, un mitin de la izquierda postmoderna con sus colorcillos morados, sus aires a panceta y su búsqueda de la intensidad electoral desde la rima asonante.
Unos chavales que llevaban ya una semana con parpusa y nardo en la solapa llamaron su atención. Hacían una paella para los asistentes, pero James W. odiaba todo lo ‘popular’, desde una paella hasta el banco. «Camaradas, permitid que os haga una pregunta… ¿Qué ‘Cultura’ con mayúscula viene exactamente a reivindicar esta paella? ¿La mediterránea? ¿La fusión de los pueblos madrileño y valenciano? ¿Quizá la ‘Cultura’ con mayúscula de Cuenca como tierra fronteriza y espacio de encuentro? Y, en todo caso, ¿lleva aquí la palabra ‘Valencia’ una tilde abierta en la ‘e’?».
Los chicos le miraron como se mira a un loco y le respondieron con cortesía: «No, hombre, simplemente queremos reivindicar el uso común de los espacios públicos y el valor simbólico de esta plaza como ágora de unión y respeto para los vecinos y vecinas de Malasaña». O sea que lo gastronómico había llegado a lo ‘Cultural’ —con mayúscula- y el instinto más primario se unía con la sublimación de lo humano a través de un fumet de pescado. Y de pescada. Y allí llegaron los de los diábolos, los malabaristas, la de los tatuajes, uno que se conectaba energéticamente con la Pachamama, los puestos de té matcha, las demostraciones de yoga, los talleres de nuevas sexualidades, los vapeadores de marihuana legal y una exhibición de ‘Kumbayá’.
James W. miró la escena como quien mira una película de Greenaway. Y pensó que faltaba algo. «Un manifiesto, claro. La gente de izquierdas cuando no sabe que hacer hace un manifiesto. Y luego llegan desde todas las partes los ‘abajofirmantes’ como un ejército ordenado para apoyarlo sin fisuras». Y sacó su moleskine y su bolígrafo para redactar el ‘Manifiesto de los 37’, que era, exactamente, el número de personas que había en ese momento en la plaza. Tras media hora de reflexión y ya con los chakras alineados, James se subió a una caja de cervezas y, megáfono en mano, gritó: «Ciudadanos de Malasaña: ya estoy aquí». Al oírlo, los 37 se fueron acercando a su alrededor.
Amigos de la infancia
James declamó con seriedad: «Hoy vengo aquí a reivindicar los bares de viejos, el vino de la casa, las latas de sardinas, la sopa de cocido, el orujo de hierbas, las mujeres con arrugas, los hombres calvos, cenar con la tele apagada y acostarse antes de las diez. Quiero reivindicar la boina, el mus, la nochebuena en familia y la conga de Jalisco. Quiero reivindicar el exquisito gusto del que se emborracha a lo tonto, del que viaja sin hacer fotos, las bodas de oro, las cartas manuscritas, los amigos de la infancia, la quinta del Buitre, el museo del Prado, el Escorial, las lentejas, con chorizo los paseos por el campo, la niebla congelada, el cambio de estación, la vuelta al cole, el rock de los ochenta y a Mónica Bellucci.
Compañeros: quiero reivindicar también los refranes, las predicciones meteorológicas, las siestas de verano, las peleas por pagar la ronda, los baúles de los recuerdos, las corales, la gente que lee el periódico en papel, la vida con niños y con abuelos, la gente que deja colarse a las ancianas en el súper, los solos de guitarra de los grupos heavy, la carne cruda, el whisky segoviano, la tuna de derecho y los antibióticos.
Quiero reivindicar las cocinas con radios encendidas, los libros de viajes, las zapatillas de estar en casa, las pelis del oeste y los rebaños de ovejas. Quiero reivindicar a la gente con trabajos poco atractivos, a las madres que tiran zapatillas por el pasillo, a los curas de pueblo, a los toreros de salón y a las folclóricas fracasadas. En definitiva, y por no extenderme más, reivindico el enorme lujo y atrevimiento de caeros mal a todos vosotros para que, por fin, todas las ‘Culturas’ —con mayúscula, siempre con mayúscula— estén representadas en este ágora castiza y panmediterránea. Muchas gracias».
Los 37 no sabían bien qué decir. Unos dijeron que qué brillante, otros que qué fascista y la mayor parte no dijeron nada y comenzaron tímidamente una batucada. La realidad es que todos firmaron el manifiesto de los 37. Y se emplazaron a un comité para desarrollarlo en profundidad. Y en la caseta de nuevas masculinidades comenzaron a votar quien formaría parte de dicho comité, mientras James W. desaparecía lentamente de la escena. (Continuará).
(Este texto forma parte de la serie ‘Todas las muertes de James W.’, publicado en ABC Cultural el 19 de mayo de 2023. Disponible haciendo clic aquí).