
Hay un lugar al final de Chamberí a partir del cual comienzas a percibir de modo evidente que la gente es muy joven. Podría parecer que la estación de metro de Guzmán el Bueno es en realidad un agujero de gusano, una puerta interdimensional que te conectara de nuevo con tus años de universidad. Pero es falso. Solo te conecta con tus recuerdos, con el mundo de finales de los 90, cuando ese chico con los ojos como el Faro de Cabo Mayor de Santander eras tú, no había móviles en los bolsillos y el mundo no era todavía esta distopía puritana. Pero más allá de la prosodia interior, fuera todo sigue igual.
El tiempo recorre su continuo vulgar en esta zona universitaria y sigo siendo el mismo pureta al que los chavales miran con cara de sospecha, como si fuera un secreta. Las Ray Ban no ayudan. En cualquier caso, recuerdo bien esa actitud. Es la misma que yo tenía en el 96, cuando comencé la universidad. Fue el año en el que Aznar llegó al gobierno. Sacaron disco Soundgarden, Pearl Jam y Metallica. Lo sé porque me los compré con mis ahorros. Estos chavales que tengo enfrente no saben nada de todo eso porque, por entonces, aún no habían nacido. De hecho, muchos no lo harían hasta 2005, cuando Zapatero llevaba ya un año y pico en el gobierno. El mundo para ellos es, por lo tanto, el intervalo que va de bajozapaterismo al altosanchismo, que es como si todos tus recuerdos tuvieran lugar en la Roma de la decadencia. Peor aún: en un mundo sin Chris Cornell.
Tras varios zigzagueos, una curva a la derecha me lleva al Colegio Mayor Elías Ahuja, a donde vengo para saber qué ha pasado un año después de aquel linchamiento que, mirado con perspectiva, parecía un ensayo de lo que vendría después. Resumiendo: unos chavales dijeron algunas burradas de pésimo gusto a las chicas del colegio de enfrente, que les respondían con burradas similares, en lo que parecía ser una tradición de jóvenes de dieciocho años con las hormonas más en forma que las neuronas.
Alguien grabó aquello, se viralizó y, pese a que las chicas dijeron que todo era una broma y que no se sentían ofendidas, acabó provocando que la secretaria de Estado de Igualdad compartiera en sus redes un montaje con el Colegio en llamas y que la Fiscalía investigara un posible delito de odio –por parte de los chavales, no de Pam– que, finalmente, fue archivado. Pero quedó el olorcillo a azufre del falso feminismo, el aquelarre tuitero y el pavor de unos chicos con la imagen destrozada tras ser linchados públicamente por los mismos escracheadores de siempre.
Y, aparentemente, por aquí todo está en paz. El mismo camino, el mismo silencio y los mismos pinos. Todo sigue como el año pasado excepto el nombre de la puerta de entrada del Colegio, que ha desaparecido. Supongo que así se intenta despistar a los curiosos en busca de algo de morbo que llevarse al móvil y a los carroñeros en busca de algo de escatología que llevarse a la boca. Bajo los árboles del acceso, una sombra como un presagio en la que me pongo a esperar a que entre o salga algún alumno. Pero es tan inútil como esperar que aparezca un corzo que te está mirando. Los chavales han desarrollado un sexto sentido que les indica quién puede ser periodista. Es decir, enemigo. Y pasan a tu lado como si fueras una estatua: decididos, ciegos, pasivos.
Unos no responden ni al «buenos días», otros fingen atender una llamada en los AirPods cuando llegan a tu altura y los más numerosos te dicen que no tienen nada que decir. Hasta que llegan dos que parecen querer hablar. Al menos me miran a los ojos. El más alto se para y me presento: «Chicos, buenos días, soy de ABC y solo quiero saber qué tal estáis un año después». El más alto se para, pero el más bajo –y más rubio– tira del primero como un niño tira de su madre en el portal cuando se enrolla hablando con la vecina. «No hables, no hables, vámonos». «No, déjame, tranquilo, tío, claro que hablo, no pasa nada. Estamos bien…», dice con una camiseta blanca donde leo algo en euskera. Pero el bajito insiste, con acento andaluz: «No, no lo hagas, vámonos, de verdad, por favor, déjanos en paz, vámonos tío». Tira de él como un bretón tira de su dueño y se van sin mirar atrás.
Silencios incómodos
Intento obtener información por teléfono, pero el director no está. Los empleados no hablan. Los proveedores que descargan furgonetas en la puerta no saben nada. «Algunos silencios son verdaderamente incómodos», pienso. «Y este es uno de ellos». Así que, tras media hora viviendo escenas similares, me empieza a entrar complejo de ‘stalker’ a la puerta de un colegio, me doy cuenta de que es absurdo seguir intentándolo y me voy. Pero en mi retirada me encuentro con otros dos alumnos a los que escucho decir: «Mira, es el periodista». Lo dicen con el tono aterrado del que hubiera visto a Charles Manson mientras suena ‘Helter Skelter’. Y me quedo con las ganas de decirles: «Sí, soy yo, chaval. Periodista, pero de los buenos. Un respeto».
Parece haber una consigna para no hablar. Y lo peor es que lo entiendo, seguramente yo haría lo mismo: seguir con mi vida y desconfiar de una opinión pública acanallada que piensa que allí son todos violadores, agresores sexuales y manadas de psicópatas. En cualquier caso, uno tiene sus recursos, los suficientes para confirmar que en el colegio hay 175 alumnos, ni uno menos que el año pasado. Que se han llenado todas las plazas, que las peticiones de información han sido las habituales y que no solo no han tenido que bajar el precio, sino que incluso se ha regularizado al alza con una pequeña subida de IPC.
Es decir, que más allá del ruido mediático, todo sigue igual en el Elías Ahuja: 98 veteranos, 77 nuevos y un ambiente familiar intacto tras una muralla de silencio. Y, en parte, hay aspectos positivos: el código se cumple más que nunca, la responsabilidad de los alumnos es mayor y a nadie se le ocurriría volver a hacer algo parecido. Han madurado. Eso es lo que se respira dentro del Ahuja. Pero también se respira miedo, un cierto resentimiento y un descorazonador rechazo hacia la prensa.
Es triste tener diecinueve años y saber que estás siendo observado con lupa, que no puedes permitirte un fallo y que hay personas intentando que te equivoques para volver a ponerte en medio de un campo de batalla político. Eso genera personalidades desconfiadas, con una permanente sensación de evaluación y a la defensiva.
Sin novatadas ni cánticos
No, no habrá novatadas este año. No habrá tampoco cánticos, ni bromas de pésimo gusto ni ninguna de las gañanadas del anterior. Todo es mucho más aburrido en un colegio en cuyos pasillos, se respira, a pesar de todo, educación, respeto y ese olor soso a comedor, que es universal e indisimulable. Las normas de obligado cumplimiento están más presentes que nunca, nadie habla con gente de fuera y los ‘whatsapps’ exageran la autocensura repugnante de quien jamás volverá a confiar del todo en nadie.
En las cafeterías cercanas y en las facultades tan solo es un día de principios de curso. Cae la tarde en las facultades, todo el mundo al que pregunto me mira raro, como extrañados por mi interés en una noticia tan pasada de moda. Y lo dan por superado. La vida sigue. Más aburrida, menos espontánea y rodeada por un Gran Hermano invisible al que, a pesar de todo, se han acabado por acostumbrar. Y salgo de Ciudad Universitaria hacia Argüelles, donde la media de edad sube de nuevo, la presión social baja y el tema vuelve a la pausa hasta nueva orden. Y me pierdo por Princesa. Pasa el otoño en Madrid.
(Este reportaje se publicó originalmente en ABC el 16 de septiembre de 2023. Disponible haciendo clic aquí).