Hay un momento en la vida en la que tomas consciencia de tu propia finitud. Gistau escribió que, en Argentina, lo llaman ‘el viejazo’, ese instante en el que la noción de la edad aparece como un puñetazo en el hígado y cambia tu manera de estar en el mundo para siempre. A mí ‘el viejazo’ me llegó en junio, una mañana cualquiera –llovía–, hablando con mi amigo Dieddro, que dijo, de pasada,–ni siquiera recuerdo a qué venía– que no se podía seguir viviendo como si tuvieras veinte años cuando tenías cuarenta y tantos. No lo decía por mí. De hecho, no hablaba por nadie, dijo eso como pequeña acotación, casi como nota a pie de página, pero yo ya no pude seguir el hilo de la conversación principal, aunque siguiera asintiendo con cara de interesado. Pero me había quedado a vivir en ese punto. Porque lo dijo dándolo por sentado, como si fuera evidente y el estado te mandara una carta a los treinta explicándote que, desde ese momento, se acabaron los chuletones, el whisky y los partidos del Real Madrid. Y a mí no me hubiera llegado.

(Este el el primer párrafo de un texto que se publicó originalmente en ABC el 30 de septiembre de 2023. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí).