Hay un día en el calendario en el que el camarero vallisoletano te sorprende ofreciéndote níscalos como quien tuviera un comodín bajo la manga. Es un momento concreto que llega de repente, sin previo aviso y que cada año me pilla desprevenido, como si no me lo esperara. Y cada vez vuelve a ser la primera. Entre tanta vulgaridad, tanta ensaladilla rusa y tanto atún marinado surge alguien de la nada y, al final de toda la retahíla de platos, pronuncia la palabra ‘níscalos’ como si lanzara un conjuro y nos ofreciera una llave secreta que activara un resorte interno. Y se nos pone a todos la sonrisa de tonto que se le pone a los niños en la mañana de Reyes, cuando ven cómo la magia se hace presente delante de sus narices. Hay más setas, sí: boletus, setas de cardo, rebozuelos. Objetivamente todas están mejores que los níscalos. Pero no son níscalos. Los níscalos son otra cosa, tienen ese qué-sé-yo, ese yo-qué-sé, esa humidad de la tierra y ese vínculo con nuestra tradición, con la casa de nuestras madres y de nuestras abuelas que es lo que los hace diferentes y especiales.

(Este es el primer párrafo de un texto que se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 29 de octubre de 2023. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí).