
Autoridades, presidente de Vocento, amigos:
Mi infancia son recuerdos de un puente de Sevilla. El de Triana, desde donde veía pasar a un gigante, a ese Cachorro inmenso que a su paso tapaba el sol de la tarde para que no llegara a la altura mínima desde la que yo le miraba con la boca abierta y los ojos cegados. Debía ser el Viernes Santo de 1981 y yo estrenaba ropa. 1982, quizá. Ese es el primer recuerdo que tengo de mi vida, como si alguien hubiera decidido que lo anterior fuera solo un prólogo perfectamente prescindible. Es posible que todo lo posterior haya sido también un epílogo y mi vida haya consistido en perpetuar ese momento, el de un niño de Valladolid que con dos años recibe un goterón de sangre en la mirada. Una gota de Sevilla en el alma.
Años antes, en febrero del 68 nació (¿?) muerta la que habría sido mi hermana mayor. Murió tan solo unas horas antes de nacer y mis padres encajaron la pérdida con toda la entereza que Dios les dio. En esas circunstancias tristes, la empresa en la que trabajaba mi padre, Renault, había adquirido una de sus fábricas proveedoras en Sevilla: ISA (Industrias Subsidiarias de Aviación) y se comportaba con la arrogancia que mostraban entonces las grandes organizaciones. Y mas si son francesas. La empresa fabricaba transmisiones y cajas de velocidades y Renault decidió adquirirla teniendo en cuenta que el nivel económico de Sevilla era más bajo que el de Valladolid y su nivel de desempleo bastante más elevado, por lo que podría pagar salarios notablemente más bajos. Unos genios. Mi padre y sus compañeros intuyeron que la empresa se había metido en arenas movedizas y acertaron. Como era previsible, estalló en Sevilla una huelga dura y durísimamente controlada.
Fueron convocados por la alta dirección tan pronto tuvieron la certeza de que no podrían acallar aquellas voces ni resolver el conflicto por los medios hasta ese momento empleados. Se les preguntó si podían aportar alguna propuesta que devolviera la paz a la fábrica sevillana y, tras estudiarlo, dijeron: «Señores, han calculado ustedes mal. Han creído que podrían manipular a la gente. Y lo han creído porque nunca han valorado adecuadamente ni a los trabajadores españoles ni, en este caso, a los sevillanos. No se puede dirigir una empresa sobre la base de prejuicios y tópicos. Es la misma empresa y exigen los mismos salarios; eso es todo». De modo inmediato le mandaron a Sevilla con la misión de poner paz en aquel caos.
Así fue como, en los primeros días del mes de marzo de 1968, con el corazón encogido por la pérdida sufrida y con su esposa convaleciente en la cama, mi padre viajó a Sevilla por vez primera. Aterrizó en San Pablo y cuando llegó a las proximidades de la fábrica, en San Jerónimo, se encontró un escenario desolador que le dio un vuelco al corazón. Cientos de personas a las puertas, gritando consignas y docenas de esposas de trabajadores se tumbaban en el suelo con sus niños a cuestas para evitar ser desalojadas. Decenas de vehículos policiales y un gran contingente de agentes de la Policía Armada a pie y a caballo convertían aquel paraje en una escena casi apocalíptica. Fueron meses y después años en los que viajó a Sevilla constantemente, pasando mucho tiempo en la ciudad para negociar con los sindicatos una paz social que, finalmente, se logró. Desde entonces nunca dejó de enseñarme que no se puede mantener una autoridad sin principios.
En uno de aquellos viajes, justo dos años después del primero, mis padres atravesaban los puertos de ‘El Ronquillo’ y ‘La media fanega’ y sufrieron un accidente grave. Mi madre estaba embarazada de nuevo y se temieron lo peor. A pesar de todo, fueron capaces de llegar al hospital y, tras un reconocimiento de urgencia, los médicos la obligaron a mantener reposo absoluto. Mi madre obedeció, pero primero desobedeció y se fue a los pies de la Macarena a pedir esperanza a la Esperanza, a rezarle desde una esquina y a rogar a la Madre por la niña, con los ojos rojos y los brazos dormidos por intentar sostener un vientre entre el miedo y el misterio, acunando una vida entre interrogaciones.
Espero que haya quedado suficientemente justificado que mi padre conoció Sevilla en circunstancias poco propicias para encariñarse con ella.
Y sin embargo Sevilla está especializada en conquistar a quienes quieren conquistarla, especialmente a quienes llegan a ella con el corazón duro y los ojos del alma heridos. Una vez más Sevilla obró el prodigio y un mes después del accidente nació mi hermana Mónica Esperanza, sana, feliz y maldiciendo las curvas de la Sierra Norte. Pero algo había cambiado para siempre dentro de mi familia. Ese sentimiento se transformó en agradecimiento y es lo que ahora late en los que llegamos después. No hay una ocasión en la que yo me encuentre en Sevilla y no vaya a ver a la Esperanza. Pero, qué quieren que les diga. Por más que la miro, no puedo sentir pena. Yo no veo dolor en la Dolorosa, solo esperanza, calma y la victoria de la fe. No consigo colocarme en una posición de compasión y de consuelo a una Madre que acaba de perder a su Hijo sino en la de la alegría contenida de una niña -que es mi hermana- que ha ganado una madre -que es mi madre-, una vida y una deuda eterna con aquella que llora para que nosotros riamos.
Pero volvamos al Puente de Triana, a ese niño que soy yo, junto a mis padres, mis hermanas mayores y mi hermano pequeño, recién nacido. Los seis juntos y viendo al Cachorro. Mi padre, que llevaba ya doce años pasando mucho tiempo en Sevilla, comenzó en ese momento a enseñarme a amar la ciudad. Para ello siempre me insistió en la importancia de no comparar ni criticar. Se trata de intentar entender. Y, cuando eso no es posible, mostrar una voluntad indeclinable para respetar y sentir. Se trata solo de eso.
Fueron varias las Semanas Santas que viví con mis padres, viendo el Gran Poder, La Candelaria, La Virgen de Guadalupe (la Lupe, decía con cariño él), la Esperanza de Triana, la de la O, la Estrella o el Cachorro en Triana, El Cristo de Pasión de El Salvador, donde, por cierto, está entronizada la imagen de Ntra. Sra. de San Lorenzo, patrona de Valladolid (aunque puede que ahora la hayan cambiado a la capilla de los Servitas, no lo sé seguro). Recuerdo con nitidez y están grabadas en mi mente y en mi corazón las escenas de San Bernardo al pasar el puente, iluminadas sus imágenes, de un lado por el Parque de Bomberos y del otro por el de Artillería; o la Esperanza de Triana por su puente, o la salida del Gran Poder en la Plaza de san Lorenzo en un silencio que casi dolía, o El Cachorro por la calle Castilla y quizá aun más, a su paso por la plaza de la Alcazaba (Joaquín Romero Murube, no vayamos a quitarle el nombre justo hoy) en pleno barrio de Santa Cruz, con el Cristo recortándose contra ese cielo entre morado y negro de la casi noche sevillana. O la Candelaria en su paso ante los Jardines de Murillo, o La Esperanza de la Trinidad a su paso por la calle Sol, generando aquella angustia indescriptible «… ya viene por calle Sol, y por calle Sol no cabe…». O, como no, La Macarena por la calle Feria, por Campana o ante el convento de las monjitas de Sor Ángela de la Cruz. O, más aun, ante el arco de su basílica.
Viví profundamente Sevilla en mi primera infancia. Y, aunque soy castellano, dentro de mí se quedó para siempre ese asombro sevillano ante la belleza, la búsqueda de la pureza, una forma de entender el arte, el respeto a la profundidad y, si me lo permiten, una manera de estar en el mundo.
Mucho tiempo después, con veinte años, sufrí unos desagradables episodios de ansiedad y de ataques de pánico muy difíciles de explicar a quien no lo haya sentido. Le pedí ayuda a mi padre y mi padre hizo lo que hace siempre que no sabe que hacer: ir a Sevilla. Así que nos vinimos, a los pies de la Esperanza primero y a los pies de la ciudad después. Y simplemente esperamos el milagro, sabiendo que Sevilla haría el resto. Durante muchas tardes deambulamos juntos por la ciudad de sus amores. Él tiene la virtud de iniciar sus relatos en el momento preciso para desarrollarlos de forma amena y que concluyan justo al llegar al lugar al que el relato se refiere. Así conocí las leyendas del callejón del Agua, de la plaza de Doña Elvira o el de las calles Vida y Susona (antes Muerte), -todas ellas en el barrio de Santa Cruz- en un lento y amable paseo que solía terminar en la plaza de los Venerables, tomando unos finos y una ración de jamón en Casa Román, que fue, según me decía, una tienda de ultramarinos junto a la Hostería del Laurel y que hoy se ha visto transformado en un bar fantástico que he visitado, como tantas otras cosas, gracias a mi amistad con Álvaro Rodríguez Guitart. Junto a mi padre recorrí las calles del barrio de San Bernardo y visité al Cristo de la Salud y a la Virgen del Refugio. Pasamos un poquito de calor en la Velá de la ‘Señá’ Santana y como nuestra casa estaba al final de la calle Castilla, vivimos de nuevo Triana, desde la calle Betis hasta El Tardón. Recorrimos la calle de San Jacinto y sus aledañas. Visitamos a la Esperanza de Triana en su capilla de los marineros. Visitamos el bar San Jacinto, donde durante una época reinó un barman singular llamado “er Noli”. El Noli era menudo, moreno y con ojos saltones pero risueño, amable y servicial. Recitaba las tapas como a nadie se lo he visto hacer, tanto que siempre le dejábamos acabar la retahíla por el gozo de escucharle, y cuando acababa, miraba muy fijamente y decía: «usté verá, mi arma, pero neumáticos no tengo».
Me emociona recordar aquellos paseos nocturnos por Sevilla acompañado por mi padre. Paseos en los que casi siempre terminábamos sorprendiendo a la Giralda con la luna enganchada en su giradillo. En aquellas noches de hechizo, embrujo y misterio, decía su gran amigo Pedro Marcos que los ‘mengues’ salían de chusma, y que en esas noches podía ocurrir la más excelso y lo más insólito. «Cuando los duendecillos morenos del Guadalquivir pasean por la noche sevillana pueden ocurrir cosas como escuchar una saeta al Gran Poder, o ver sonreír a la Macarena; pero también que Curro Romero corte cuatro orejas en la Maestranza o que el Betis gane una copa». Deambulábamos sin rumbo fijo. Un poeta o un mistela en la Viuda de Morales, un poquito de pescado allí cerca de la calle Sierpes donde La Scala de Milán del adobo. O unos soleritas en la Bodeguita Romero.
Me contaba sobre las ‘Noches del Baratillo’, unas veladas bohemias que se desarrollaron en los sesenta y setenta en un gran local sin decoración alguna y con un sencillo tablao. Allí todo el que tenía algo que decir, recitar, cantar, tocar o bailar, tenía escenario y público. Se tomaba casi exclusivamente solera con “arvellanas” y allí conoció a Romero Sanjuán. O su amistad con Enrique Lora, con Los Romeros de la Puebla y con Los Amigos de Gines, en noches inolvidables. Y las ‘Las Siete Revueltas’, una taberna humildísima pero con una especial personalidad donde, según me decía, se daban cita cuando eran jóvenes para pasar las horas en unos taburetes frente a barriles vacíos. Me contaba que uno de los días que caminaban hacia Las Siete Revueltas, al pasar por una de las calles del recorrido, se fijó en el rótulo del nombre de la calle: ‘calle de Alonso el Sabio’, para a renglón seguido ver otro más pequeño que recordaba el nombre que había tenido con anterioridad: ‘Antes Burro’, a lo que añadió con socarronería alvarezquinteriana: «Para que luego digan que los Planes de Desarrollo no sirvieron para nada».
Y así, podría relatar un sinfín de anécdotas, lo que no haré. Pero si subrayaré que si Valladolid es mi padre, Sevilla es mi madre. O viceversa. Esta ciudad es también mi ciudad y el amor que siento por ella me viene de lejos y forma una especie de mitología familiar, la arqueología de un sentimiento que nace entre la mirada perdida de unos trabajadores maltratados y una pareja rota de dolor a la que Sevilla convirtió en una familia feliz.
He seguido viniendo cada año, durante años. Pero quiso Dios que un día yo pudiera escribir en ABC. Y, de paso, me mandó a Alberto García Reyes, maestro inalcanzable de cuya amistad me enorgullezco, porque nace desde lo más profundo que puede nacer un sentimiento, que es el agradecimiento y la admiración. Y el propio Álvaro Rodríguez Guitart, el mejor Cicerón posible en esta ciudad. O mi amigo Ignacio Camacho -no me deja llamarle maestro-, cuya generosidad ha sido siempre mucho mayor de lo que merezco. Con ellos he tenido la suerte de conocer otra Sevilla, la de las puertas abiertas de par en par que recoge el artículo. Sevilla, por una vez, desde dentro. Un día, de vuelta a Valladolid tras unos días aquí, decidí escribir la columna que el jurado ha tenido a bien premiar. Es una columna en la que un castellano reconoce que necesita Sevilla para comprenderse del todo, porque el exceso de luz acaba con el misterio, pero el exceso de oscuridad acaba con la Verdad. En tiempos como este, lleno de conflictos entre españoles, mi columna es una mano abierta llena de cariño y de admiración a mis hermanos andaluces.
Agradezco profundamente que hayan decidido premiarla, porque yo no he ganado un premio en toda mi vida. Y no tengo palabras para explicar lo que significa para mí que el primero me lo de precisamente Sevilla, que es el sueño de Castilla y el mío propio. Y que, además, lleve el nombre de Joaquín Romero Murube.
Mi mayor agradecimiento al jurado. A ABC, por renovar su confianza en mí cada mañana. A Julián Quirós por darme esta oportunidad y por mantener una confianza sin la que nunca habría escrito columnas como esta. A Vocento, que es mi casa, por su infinita generosidad conmigo. A Luis Enríquez personalmente por enseñarme a amar el periodismo. Y aun más a Sevilla. Y a todos ustedes por estar aquí hoy.
Termino. Mi padre me otorgó una vez con solemnidad y ante la puerta de la Basílica de la Esperanza Macarena el “Derecho de Sevillanía” que una vez le dieron a él. No es un título oficial, pero, para mí, viniendo de quien viene, es el más alto título al que pueda aspirar. El Romero Murube es su confirmación. Ahora me toca otorgárselo a mi hija, que apunta maneras. Cuento, para ello, con la ayuda de todos ustedes. Como dice la copla, «con esto tengo bastante». Muchas gracias.