Al igual que el siglo XIX es una invención de Balzac y la ‘Movida’ madrileña es una creación de Umbral, la Sevilla que ustedes conocen nació en la cabeza de Antonio Burgos. Antes era otra cosa, una cosa bonita, por supuesto. Pero sin adjetivos. Ya estaba la realidad, sí, pero no había llegado aún el velo, ese aura sagrada que convertía la vulgaridad imprecisa de un martes cualquiera en un sueño onírico, como si todo flotara en una neblina mágica y leve. Y a ese sueño, a esa bruma emocional, se consagró como un danzante en el templo. Dice Alberto García Reyes que, «en Sevilla las cosas no eran tan bellas antes. Pero cuando Burgos las contó hermosearon». Es cierto. Él fue capaz de ver su ciudad con otros ojos, de abajo arriba, como un niño mira a su madre, desde la carne mortal a la sublimación eterna. Y lo que es más importante: logró que los demás lo empezáramos a ver igual que él, que algo reservado a los genios. Burgos cambió las cosas sin tocarlas. Y nos cerró los ojos para enseñarnos a mirar.

(Este es el primer párrafo de un texto que se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 22 diciembre de 2023. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí).