iempre que me preguntan me veo obligado a aclarar que lo que odio con todas mis fuerzas no es el verano sino mi verano. No es la estación en sí misma sino el verano como concepto vital, físico, casi literario. Yo comprendo que el que ha tenido la suerte de nacer en Fuenterrabía, en Foz o en La Toja lo tiene más fácil, pero qué le voy a hacer si yo no nací en el Mediterráneo ni mi niñez juega en ninguna playa ni escondido tras las cañas duerme mi primer amor ni llevo su luz y su olor por donde quiera que vaya. A un tipo de Castilla el Mediterráneo le pilla lejos, no solo en lo físico sino, sobre todo, en lo afectivo. Lo respeto, por supuesto. Y el verano aquí dura los mismos tres meses que en el resto del mundo. Pero esa cultura del verano turístico, con paellas, playas y guiris me resulta tan ajena como la de los franceses o los portugueses. Mi cultura es otra. En el verano de Tierra de Campos no hay noches bucólicas ni verbenas de colorines ni turistas con mejillas sonrosadas. Solo hay cielos malvas, ojeras negras y las noches frías del desierto. 

(Este es el primer párrafo de un texto que se publicó originalmente en ABC el 23 de junio de 2024. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí. Si no se han suscrito, les animo a que lo hagan. La suscripción es muy barata a cambio de muchísimo y necesitamos más que nunca prensa libre).