Andaba posponiendo la tristeza como quien pospone una alarma. Apretaba el botoncito naranja de la pena cada cinco minutos, como pidiéndole que se fuera, pero que volviera en un rato, a ver si podía atenderla. Porque tampoco quería descartarla ni olvidarla: no era mi intención huir. Me conformaba con decirle que no era buen momento, que volviera más tarde, que el señor no se encontraba. Esto de no poder ponerse triste porque tienes demasiado trabajo tiene un punto curioso. Pero me preocupa el punto patético. Estar triste no puede convertirse en un punto en el orden del día, algo entre domiciliar el IVA y colgar los cuadros de una maldita vez. Creo que debería tener tiempo, al menos, para estar triste. No digo un poco triste, ni tampoco bastante triste: digo muy triste, triste del todo, triste infinitamente. Cuando la tristeza llega, necesito sentirla apretándome ese punto entre las amígdalas y los oídos, ese punto previo al llanto que me recuerda que sigo vivo y que esto va en serio. Solamente sintiendo de verdad el dolor, puedo comprenderlo. Y como comprender es perdonar, ahí se comienza a transformar en aprendizaje, es decir, en sonrisas, arrugas y estilo. Pero para eso hay que tirarse en la cama el tiempo necesario: un día, después otro y después otro más. Completamente solos, en la cueva, tú y tu tristeza. Frente a frente, desnudos y sin distracciones.

(Este es el primer párrafo de un texto que se publicó originalmente en ABC el 14 de julio de 2024. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí. Si no se han suscrito, les animo a que lo hagan. La suscripción es muy barata a cambio de muchísimo y necesitamos más que nunca prensa libre).