
Si yo tuviera mucha pasta también me compraría un castillo, la verdad. O uno de esos palacios castellanos renacentistas que hay por Valladolid, con tres crujías, un patio cerrado a todo y abierto al cielo –a Dios–, con un pozo en el centro y un claustro repleto de piedra, madera y nostalgia. Últimamente la nostalgia no está de moda, no sé qué narices tienen en contra del pasado. Los que hemos sido felices no podemos evitar recordar cosas todo el tiempo, en cada esquina, en cada vagón, en cada calendario. No es voluntario, simplemente son daños colaterales de tener una memoria prodigiosa y algunos rasguños. Cuando eso pasa no solo se recuerda lo vivido, sino también lo soñado, que es la peor nostalgia de todas porque nace de algo que nunca ha sucedido. Aunque algunos dirán que eso no es nostalgia sino melancolía. Seguramente tengan razón, pero no voy a perder el tiempo en semántica, que es viernes, hacer calor y todos tenemos mucho que hacer. Sea lo que sea, con frecuencia recuerdo un pasado que no he vivido, pero que he leído. Es decir, un pasado que conozco a través de otros ojos y que en ocasiones es el único que importa. Como por ejemplo la historia de Castilla. Cuando uno ha leído tanto sobre la historia de nuestra tierra, que es la historia de nuestras familias, no puede evitar revivir en directo cosas que no le han sucedido personalmente. Por ejemplo, hay dos siglos olvidados, los años que suceden entre el 800 y el 1000, que son los del Condado de Castilla y que si tuviéramos amor propio deberían ser estudiados en casa, transmitidos de abuelos a padres, de padres a hijas y de estos a sus peluches o a sus novios. Valga el pleonasmo.
(Este es el primer párrafo de un texto que se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 19 de julio de 2024. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí. Si no se han suscrito, les animo a que lo hagan. La suscripción es muy barata a cambio de muchísimo y necesitamos más que nunca prensa libre)