
I
Lo primero debe ser crear la senda del río, aunque aún no haya agua. Eso llega después. En un primer momento se trata solo de que la erosión abra una especie de vega interior, una ribera, un sistema de afluentes secos preparados para cuando toque. Y toca cada veinticuatro horas: la idea llama, abre la compuerta y el agua va por donde tiene que ir, de modo natural y sin demasiada afectación. Simplemente discurre su curso y lo llena todo, lo inunda. Va directo a las yemas de los dedos sin pasar por el córtex y entonces te sientes un médium que escribe lo que alguien le dicta, un autómata sin sistema nervioso, un robot. Y eso es todo, eso es a lo que llamamos columnismo: una obra de ingeniería civil que nadie ve, pero que está. Luego da igual el tema, el río está hecho, es un sistema de pensamiento construido con referencias, experiencias y estilo, que es el nombre por el que nos referimos a la ética para no ponernos cursis. Así que escribir columnas es el arte de unir todo eso sin que se vean las costuras ni el artificio. El asunto entra por la cabeza, abre la presa y el texto se va desarrollando de modo casi automático, como si ya estuviera escrito en algún rincón y tu intervención se limitara a hacerlo visible, real, físico. Pero no lo puedes prever, no puedes saber cómo va a discurrir un tema concreto hasta que no llega, esto no se puede ensayar, es una sorpresa diaria imposible de anticipar. Puedes intentarlo, pero no funciona, sin ‘deadline’ solo eres un arma de fogueo, algo inofensivo, una eyaculación con vasectomía. Y dura un día, como la espuma de las olas. Arde como las fallas. Se construye, lo miran, se quema y a otra cosa. Otra vez seco hasta que la compuerta se abra de nuevo.
II
Muchos piensan que el columnista tiene muchas cosas que decir y que sin una columna para canalizar y orientar esa pulsión sufriría irremediablemente y se volvería loco. No es mi caso. Yo no tengo nada que decir y si lo hago es porque me toca hacerlo, porque hay un espacio en la maqueta que lleva mi nombre, mi cara y que no se puede dejar en blanco. Hay que llenarlo de cosas. Y eso es lo que me hace pensarlas. Luego ya llega lo del río, el automatismo, una especie de ordenador buscando en el disco duro la columna que harías si te tocara escribir de ese tema, como Marguerite Duras, «escribir es averiguar como escribirías si escribieras». Pero sin ‘deadline’ no hay paraíso, sin fecha de entrega no hay tema y sin tema no hay afluentes. Yo no sé lo que pienso de algo hasta que no escribo de ello. Y muchas veces ni siquiera así, hay días que termino la columna estirando un muletazo que me gusta, pero no que no es el mío, como si hubiera encontrado una veta en la mina de oro y quisiera ver a dónde me lleva, solo por curiosidad, por si aquello fuera El Dorado. Y salen columnas buenas, claro, pero que no responden exactamente a lo que pienso. Porque es la escritura quien piensa y no yo. Lo que yo pienso es, la mayoría de las veces, algo insulso, frío y racional como las vacaciones de un funcionario, como una sopa sosa, como un martes por la tarde. Tengo bastante claro que nadie me lee porque le interese especialmente mi opinión. De hecho, hay que huir especialmente de ese tipo de columnista y cuando a mí me sale una columna intelectualmente brillante, la descarto automáticamente, odio el tono de asesor, la prosodia de politólogo de la Complutense, el acercamiento de consultor junior, la pedantería solemne del intelectualillo. Yo busco otra cosa. A mí no me interesa la opinión de nadie sobre nada y menos aún la de los que quieren salvarnos con sus columnas. A mí me interesa una persona, me atrae, me divierte o me provoca una persona concreta. Ni siquiera. Me gusta un personaje, el escritor disfrazado de escritor, que es, por cierto, lo menos parecido a un escritor que existe. Y eso es lo que me hace leerle, no sus ideas. Las ideas son lastres y la actualidad una losa. Es imposible pensar algo serio en una hora, que es lo que se tarda en hacer una columna, o al menos una columna buena (las malas llevan mucho más tiempo). Es imposible analizar causas, consecuencias, posibles escenarios, contingencias, histórico de momentos similares, comparativas con otros países y tendencias sociales en tan poco tiempo. No somos analistas. Somos columnistas. Y en España el columnismo nace de la censura, de no poder hablar de política ni decir lo que piensas porque te fusilan. Y esa censura es la mayor delicia, porque es la mejor coartada para no decir nada, que es, por supuesto, de lo único que se trata.
III
Y por si fuera poco el pensamiento es dinámico. Yo cambio de opinión, me contradigo, reculo. Y eso es porque estoy vivo. Lo preocupante sería, en todo caso, lo contrario, pensar siempre lo mismo, ser un producto terminado, haber tocado fondo tan pronto. Yo he sido un socialdemócrata, un liberal laissez-faire y más tarde un tibio y soso conservador, entendiendo lo conservador como lo prudente, lo sensato y lo equilibrado en la política, no en la vida personal. La vida personal no le interesa a nadie, la política se limita a la gestión de lo público. Aunque, en realidad son vasos comunicantes y, cuanto más aburrida es tu vida privada, más exiges a los políticos y más tonterías dices con la bocaza llena de croquetas en Casa Julio. Así que, ahora, por fin, ya no soy nada. No tengo ningún sistema de creencias, no hay un conjunto ordenado e interrelacionado de elementos coherentes, de certezas o de fobias: solo hay retazos, fogonazos, relampaguillos y puntos de vista. He perdido la fe en todo, desprecio la utopía y solo me mueve la defensa a ultranza de una distancia cínica y de mi lugar en el mundo. Y ese lugar no es solo un punto físico cerca de Madrid, pero lejos; dentro del meollo, pero fuera; formando parte, pero iterando, como ‘outsider’. También es un lugar espiritual: el del descreimiento, la duda, la compasión y el intento constante de decepcionarlos a todos como única posibilidad de ser libre.
El día que pierda la distancia afectiva y entienda el columnismo como la política por otros medios, estaré acabado. El día que trabaje para convencer a alguien de que vote a un partido, habré fracasado. Y, como llegué, me iré. No pasa nada. Los políticos y la actualidad son nuestro castigo, no nuestro premio. Unir el destino de los escritores con más talento de mi generación con el de gente tan mediocre es una condena como la de Sísifo empujando una piedra cada mañana para ver cómo cae por la tarde. Un columnista es otra cosa, es un retratista de la actualidad. Que la piedra caiga es su salvación. Y la actualidad es mucho más amplia que la actualidad política. Están sucediendo cosas en la calle, en los museos, en las salas de conciertos, en los mercados de barrio, en los restaurantes, en los locales de ensayo. Y nos lo estamos perdiendo. Y si nos lo perdemos nosotros, se lo pierden los lectores. Y entonces resulta que lo que pasa, ya no pasa. Y si nosotros estamos ciegos, condenamos a la ceguera a los que nos miran. De tanto mirar de cerca, ya no sabemos mirar de lejos y vemos el futuro con los ojos entreabiertos del miope, tratando de enfocar la vida sin demasiado acierto. Ni demasiadas ganas.
IV
El columnismo, sobre todo, es un estado de animo. No se puede escribir sin confianza, hay que escribir jugándose la vida y la reputación, hay que mandar las bolas a la línea, sabiendo que probablemente alguna vaya fuera. Pero no queda otra, la alternativa es jugar blando, sin tensión, dejando las pelotas muertas en el medio de la pista. Y cuando haces eso te machacan. A nadie le interesa un punto de vista como una mano muerta, que no sabes si lo que te están dando son cinco dedos o cinco boquerones. Aunque tu postura real sea vaga, prudente y dubitativa, hay que escribir directo, intenso, con un argumento claro y, a ser posible, desafectado. Es decir, frío, cínico, lejano, como si no formaras parte de la escena y solo la vieras desde fuera. Y como si, además, te diera totalmente igual. Hay que mirar las cosas como un extraterrestre, como si cada vez fuera la primera vez y todavía algo tuviera importancia. Por eso, lo que piensas, importa poco. Dentro del espectro de lo que te hace sentir cómodo, hay que irse al extremo, exagerando un poco el argumento y la pose, como un guitarrista de rock. La radicalidad no la marca las coordenadas de la postura sino la intensidad de la misma. Y escribir radical no es poner el agua a tope de temperatura sino a tope de chorro.
V
Pero la columna es, ante todo, un espacio, una extensión concreta. Escribir siempre en la misma longitud hace que el cerebro, que es plástico, se adapte. Aunque no creo que eso sea una suerte, también se adapta un perro a una perrera en la que no cabe. Así que adaptarse no es otra cosa que hacer una oda a la atrofia, a la cárcel y al carcelero. El contenido es lo de menos, lo importante es el síndrome de Estocolmo y un espacio que llenar de lo que eres, de tu personalidad, de tu visión, de tus imperativos, de los hándicaps, de tu forma de estar en el mundo y, sobre todo, de no estar; de las renuncias, los éxitos, los fracasos y el dolor, que son las arrugas del estilo. Sin fracaso no hay estilo. Sin éxito, tampoco. Porque el éxito está bien, pero es una fábrica de gilipollas. Sobre todo, si el éxito es pequeño y la autoestima grande. De un fracaso se puede salir. Pero de un éxito a deshora, jamás.
La gente te consume a ti, que te sirves en lonchas. Y lo que digas está sujeto a los limites físicos, al espacio concreto en el que te puedes expresar. Por eso el columnismo se parece a la poesía, porque necesitas acabar en un momento concreto, en un espacio determinado. No eres libre para acabar cuando quieras. Y eso hace que cambie el ritmo previo, la estructura y la rapidez con la que has de desarrollar el argumento como un trilero que juega con tu atención para llevarte a esa frase final como a un puñetazo en la mandíbula.
La existencia de límites interfiere incluso en el tema, en lo que puedes o no decir, en lo que puedes o no abordar. Una columna es lo que entra en una cara de un folio. Y, una vez limitado a ese espacio, lo puedes llenar de lo que quieras, no hay nada más libre. Decía Umbral que hay que tener una idea, voluntad de estilo y una percha de actualidad. Pero yo creo que también hace falta humor, acidez, ironía, mala leche, costumbrismo, observación, un punto de vista propio, un ángulo distinto, algo de cultura y mucha personalidad, un sello como autor. A veces más de una cosa, a veces más de otra, pero esos son los ingredientes. Y vienen definidos fundamentalmente por un espacio. Yo hago columnas como Usain Bolt corre los cien metros lisos. No veo que nadie pregunte a Usain Bolt por qué no hace un marathón. Se respeta que cada uno vale para lo que vale porque tiene las cualidades físicas que tiene. Del mismo modo yo tengo cualidades de columnista, no sé hacer otra cosa y no entiendo por qué debo escribir en distancias que no domino ni pedir perdón por ello cada mes par. Aunque no creo que el prestigio venga por la distancia: la poesía goza de buena fama y es más breve si cabe. Aunque también es cierto que nosotros hacemos un poema al día y no uno cada mes y medio. Hay quien se sorprende de que se pueda escribir columna cada día, pero no es exhibición, es solo autoprotección: se escribe mejor cuanto más se escribe. Cuando escribes poco tiendes a ir al gran tema, que generalmente es una trampa. De nuevo, hay que huir de la hiper intelectualización y de la sensación de que la gente está deseosa de conocer tus impresiones. No es así. La brillantez, la oportunidad y el oro surgen en los temas pequeños, en los puntos de vista personales, en las cosas más insignificantes. Eso es lo que genera una visión. De cualquier modo, se tiende a pensar que la columna es un género puente para ir a otro superior, como la novela o el ensayo. «Bueno, ¿y para cuándo el libro?». Pues mire, seguramente para nunca. ¿O usted pregunta a Alberti que para cuando la novela?
VI
Yo empecé a escribir para que me quisieran. Y, en cierto modo, lo logras. Pero, a partir de cierto nivel, se dan la vuelta los cañones y lo que recibes es, fundamentalmente, odio, desprecio, críticas, enemigos, envidia y vómitos. Así que, si escribes para que te quieran, mejor cómprate un gato. La mayor parte de la gente te va a odiar. Y eso solo si lo haces bien, claro. Si eres honesto y sacas el dedo corazón por defecto. También puedes no serlo y escribir para que te aplaudan, puedes tirar carnaza a las pirañas, soltar homilías a las beatillas, puedes ponerte al frente de los ‘ultras’ del equipo y traicionar tu libertad cantando lo que quieren, como Wagner disfrazado de Ultra Sur. «Si quieres vivir de ellos habrás de vivir para ellos. Pero entonces, querido amigo, habrás muerto», decía Unamuno. En este momento, con el boom de los blogs, de los muros de pago, de los digitales, de Twitter y, en general, con el boom de la opinión, se escribe exactamente al revés de cómo se debe. Se escribe para gustar, para agradar, para confirmar sesgos, para ahondar trincheras, para buscar la aceptación de la tribu, de las redes, para que te digan lo bueno que eres y te repitan cada mañana que estás en el lado correcto, que es el suyo, claro. Y eso lleva al populismo, a la búsqueda del impacto banal, a la superficialidad y brindar al público un toro inválido. Y entonces se acabó, ya no hay búsqueda ni dignidad, escribir así es tocar el piano con la ventana abierta, bailar para las visitas, tomarte el tarro entero de pastillas. Empiezas intentando gustar a quien no debes y terminas escribiendo pensando en agradar a un gilipollas, a uno concreto, con nombre, apellidos e hipoteca. Y eso te convierte en un gilipollas al cuadrado, en el metagilipollas. Mucho cuidado, por lo tanto, con quien te aplaude porque acabas pareciéndote a él. Y entonces escribir se empieza a convertir en algo degradante, inmoral e inmaduro, como el bardo de Astérix. Es acabar con la aristocracia y convertirse en un karaoke que canta ‘Chiquilla’ en los veranos de la Sierra. El columnismo es la siguiente burbuja en explotar porque esto no es más que un rebaño de lobos. Sin aislamiento no hay creación. Y ya no hay donde esconderse.
VIII
El columnismo es un arte colectivo que se ejecuta en solitario. Pese a nuestro feroz individualismo, todo esto no es más que una ingente obra coral y no se puede entender de modo aislado. Aunque el camino se recorra solo, las vetas que alguien abre se quedan abiertas. Los estilos se pegan, los temas se abren, las miradas inspiran. Y no hay mayor influencia que la que nace del desprecio. No sé quién dijo que a escribir bien se aprende por envidia. Pero a escribir mal también.
IX
Yo no soy periodista. Yo soy torero. He venido a torear, a ponerme en el centro de la plaza, bajar la mano, jugarme la bragueta y hacer que el toro pase por donde quiero que pase, sabiendo que es muy posible que no lo haga y entonces estoy muerto. Eso es todo. No me importa la actualidad, no me interesa la noticia. Intento crear textos elegantes desde un estilo propio y eso no se puede hacer renunciando al ‘yo’. El ‘yo’ es irrenunciable e intentar hacerlo no solo es una farsa sino, además, una estafa. Es más fácil escribir sacando al autor de la columna, increíblemente más fácil. Parece más serio, pero solo es más vulgar. También más egoísta y más deshonesto y aquí estamos buscando la pureza de un concepto, yo solo aspiro a ser yo mismo. Dice Pablo D’Ors: «Una vida entera necesité para descubrir que todo es un espejo; que todo soy yo mismo, como todo es el otro, como todo es Dios. Soy yo quien está dando su significado a cuanto estoy contemplando. Todo es cristal de mi yo, con materia y forma. Solo yo llenaré enteramente al mundo. Yo soy el gran misterio que me envuelve por todas partes».
Y la naturalidad, que según Curro Romero es la capacidad de hacer aflorar los sentimientos sin perder la armonía. Y según Pepe Luis Vázquez «torear (escribir) natural es una continuación de tu propio ser, de tu forma de entender la vida, de tu manera de pensar y de andar. No salirte de tu camino ni delante del toro, cuando el cuerpo quiere encresparse». Y Juan Ortega que «para que brote la naturalidad hay que tener mucha fe en uno mismo, porque, al final, es intentar hacer las cosas como salen de dentro, sin pretender aparentar nada, (….) huyendo de la afectación. Mostrarnos tal cual somos. La naturalidad es confianza y, a la postre, la confianza es valor. Por eso es tan difícil».
El columnista con personalidad asume una mayor exposición por la pureza de su concepto, por las privaciones que lleva consigo, por la obstinación en renunciar a las ventajas y jugarse la bronca como única vía de huir de esos aplausos que son puñales. Y de los pitos, que lo son más. Decir ‘sí’ a algo es decir ‘no’ a todo lo demás. Otras formas de escribir, quizá más aplaudidas, tienen menos verdad. Y uno no solo puede llegar a ser lo que ya es.
Por eso al lector hay que educarlo. Porque, para que se produzca el milagro de la literatura, tiene que haber un artista a cada lado del papel. Si solo hay uno, no funciona y da igual lo que se escriba porque no se va a saber interpretar. Da igual el estilo profundo si es estilo indescifrable. Da igual la misión última si es secreta. Hay que explicarse sin explicarse, hacerse entender sin abrir la boca, defender un punto de vista y un lugar en el mundo. Solo importa dormir habiendo sido fiel a un concepto. Jugarse el silencio. Porque el que escribe no soy yo sino mi ideal de mí mismo. Por eso ni se escribe ni se torea como se es. Se escribe y se torea como se quiere llegar a ser. Y me temo que eso es todo.
(Este texto forma parte del libro ‘Generación Negroni’, publicado por Harper Collins)