Los que se fueron la primera quincena de agosto aún no han llegado y los que se van la segunda ya se han ido. Los que tuvieron sus vacaciones en julio aprovechan el puente y los que no saldrán en todo el verano al menos huyen estos cuatro días del secarral. Y, por si fuera poco, las fiestas de los pueblos: Viana, Peñafiel, Tudela, Aldeamayor, Serrada y media provincia, con sus correspondientes visitas a los parientes, a los amigos y a esa dupla imbatible que forman el chorizo frito y la dulzaina, una magdalena proustiana y sónica que pone a mis endorfinas en posición de defensa y a mis neurotransmisores a hacer la conga. Así que, entre una cosa y otra, estos días en Valladolid quedamos cuatro. Los bares y comercios están cerrados, llames a donde llames no hay nadie trabajando y la ciudad está tomada por un silencio inquietante, un silencio como de catedral sumergida y de turista accidental. Su belleza descansa en su provisionalidad, en la excepcionalidad de las palabras sin eco. Sales a la calle a tomar un café y vuelves una hora y media después con las mismas ganas de cafeína, pero con una sobrecarga en los gemelos. No hay niños por las calles y sobra sitio para aparcar, que es algo que a los que no sabemos conducir nos da igual, pero que deja en la ciudad una estampa lovecraftiana, postapocalíptica, como si hasta nuestro propio Dios nos hubiera abandonado. Y seguramente con razón. 

(Este es el primer párrafo de un texto que se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 16 de agosto de 2024. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí. Si no se han suscrito, les animo a que lo hagan. La suscripción es muy barata a cambio de muchísimo y necesitamos más que nunca prensa libre).