El otro día comí en Portuetxe, restaurante donostiarra que no conocía y al que prometo volver en peregrinación siempre que me resulte posible. Reconozco que, por una vez, disfruté mucho. La gente que comemos fuera casi cada día llegamos a un punto abúlico e insoportable en el que ya nada te sorprende porque todo es más o menos lo mismo, todo está más o menos bien, más o menos mal, más o menos martes y más o menos viejos. Nada te agrada ni tampoco te incomoda en exceso. Hace años que no miro una carta y muchísimo menos un código QR: yo pido lo que me sugiera la persona que haya elegido el restaurante y todo me suele parecer bien. Y si la persona que ha elegido he sido yo, educadamente explico lo que me ha gustado en otras visitas. Así que, al final, te desensibilizas como un torero sin miedo y las comidas dejan de vivirse como celebraciones de Champions para vivirse como los febreros de un funcionario.

(Este es el primer párrafo de un texto que se publicó originalmente en ABC el 24 de julio de 2024. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí. Si no se han suscrito, les animo a que lo hagan. La suscripción es muy barata a cambio de muchísimo y necesitamos más que nunca prensa libre).