
Hay una hora de la mañana en la que mi ciudad queda al oeste del Edén. El Pisuerga se transforma en el Tigris, el Esgueva en el Éufrates y lo que surge entre ambas corrientes sagradas se alza como un lugar idílico, un trozo de tierra mítica en la que solo falta una corte de ángeles dándonos los buenos días. A estas mañanas viene a morir agosto en una estampa perfecta: el cielo está azul, el olor nos remite a la elegancia de septiembre y la temperatura es perfecta. Aunque he de decir que los 20ºC forman también una temperatura mágica que divide la ciudad en dos bloques: el de los calurosos, todavía en manga corta y el de los frioleros, ya con un jersey al hombro. En realidad, me temo que ni siquiera hace falta ser friolero para sacar la chaqueta, yo lo estoy deseando: es el ansia del otoño, la impaciencia por la calma y el deseo de que termine este calor como de peluquería y el mundo se ventile, de arriba abajo, de dentro afuera.
(Este es el primer párrafo de un texto que se publicó originalmente en ABC el 26 de agosto de 2024. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí. Si no se han suscrito, les animo a que lo hagan. La suscripción es muy barata a cambio de muchísimo y necesitamos más que nunca prensa libre).