
Nacho Cano es uno de los grandes genios que ha dado España. Escuchando su registro puramente instrumental, uno no puede evitar preguntarse a dónde habría llegado si hubiera dedicado su talento a la música clásica en vez de al pop. Si esto fuera Inglaterra, sería Sir, como McCartney. Pero en esta ibérica desdicha somos más de Sor que de Sir, y las monjitas del régimen no soportan el éxito de quien no reza cada mañana el rosario progre. Aquí al que triunfa ‘a la contra’ se le desprecia sistemáticamente. Y más si ese triunfo es en el espacio de las artes, territorio meado por los machos alfa del sanchismo para marcarlo como propio. Cuando le presenté en el Club Siglo XXI dije que su obra se basaba en unir lo quebrado, en fusionar elementos, en abrazar y en coger los añicos de cosas aparentemente rotas y llevarlas a la unidad original, pero mejoradas. Primero con su hermano, en Mecano. Luego con las religiones en ‘Un mundo separado por el mismo Dios’. Después los sexos en ‘El lado femenino’ y, ahora, las razas y los continentes en ‘Malinche’. Es una constante en Nacho: la obsesión por comprender al otro y unirse a él formando una tercera cosa, una síntesis, aunque sea a costa de diluirse en el camino. Quizá sea demasiado complejo para nuestros progres.
(Este es el primer párrafo de un texto que se publicó originalmente en ABC el 28 de septiembre de 2024. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí. Si no se han suscrito, les animo a que lo hagan. La suscripción es muy barata a cambio de muchísimo y necesitamos más que nunca prensa libre).