
Ha llegado la niebla a Castilla. Lo ha hecho sin preaviso, como siempre. Una noche te acuestas en otoño y cuando el día siguiente sales de casa te la encuentras cayendo pálida y silenciosa, tal y como la dejamos el último invierno. Y entonces cierro los ojos y me pongo a oler la niebla como un pointer, ante la cara absorta de mi hija, que me mira como las hijas guapas miran a los padres que olfatean la niebla, con esa mezcla de vergüenza ajena y preocupación por la vejez que le voy a dar. Y le explico que la niebla lo aísla todo, llena el ambiente de elegancia, convierte el aire castellano en un vapor mágico y la luz en la luz de esos cuentos que nos recuerdan quiénes somos y dónde estamos. Aquí la niebla la guardamos en botecitos para que los recuerdos no sean tan nítidos, como una especie de ‘sfumato’ sentimental que disipa los márgenes. Cuando aparece, nos reconciliamos con nosotros mismos.
(Este es el primer párrafo de un texto que se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 15 de diciembre de 2024. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí. Si no se han suscrito, les animo a que lo hagan. La suscripción es muy barata a cambio de muchísimo y necesitamos más que nunca prensa libre).