La Habana está en todas partes. No es un punto concreto dentro una isla lejana ni tampoco el escenario de los mejores poemas de Ángel Antonio, mi vecino de contraportada –dame nombres de corsario, si en La Habana me vieras–. La Habana ha trascendido, ha superado las tres dimensiones y se ha liberado del mediocre corsé de las coordenadas para convertirse en una cicatriz abierta, en un dolor profundo y, por ello, en algo más que una tierra. Cuba es una idea que flota. Y de ahí mana su potencia: caído el Muro, la pena está localizada en medio del mar Caribe, que es otra forma de ser ciego en Granada. Y en España La Habana duele dentro, muy dentro. Esta mañana le contaba a mi hija que ver a Cuba así –pobre, humillada y presa– nos afecta tanto como si le pasara a una ciudad española. Porque, en el fondo, lo es. No lo digo desde el imperialismo castellano –un poco también– sino desde la humildad de no sentirme ni un gramo más hispano que ellos. Ser cubano es solo otra manera de ser español. Cuba y España son la misma cosa. Lo mismo sucede con Caracas, Valencia, Barquisimeto o Maracaibo.

(Este es el primer párrafo de un texto que se publicó originalmente en ABC el 12 de enero de 2025. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí. Si no se han suscrito, les animo a que lo hagan. La suscripción es muy barata a cambio de muchísimo y necesitamos más que nunca prensa libre).