Umbral pasó los primeros veintisiete años de su vida en Valladolid. Fue una infancia dura a la que siguió una juventud marcada por el desamparo, el frío y esa sensación de desarraigo que comparten huérfanos y exiliados. Aunque quizá sea lo mismo, es probable que no haya mayor exilio que ser un extraño en tu propia familia. Umbral fue un niño no deseado, sin padre conocido –al menos, en ese momento– y con una madre que nunca llega a actuar como tal. La vergüenza, supongo. Quizá la culpa. Eran otros tiempos, ya saben, tiempos de un nacionalcatolicismo opresivo y asfixiante que llenaban las estancias de impurezas y las almas de llagas supurando pus y bilis. A su madre la llamaba tía, dicen. Y también llamaba tía a su tía, la de verdad, aunque actuara como madre y le despreciara profundamente, haciéndole víctima constante de comparaciones crueles con sus otros sobrinos, los buenos, los sanos, los de padre conocido y apellido pulimentado. Umbral fue un niño enfermo, un niño pobre, un niño olvidado en el Valladolid de posguerra, en esa capital del dolor que tanto le marcó. Apenas fue escolarizado, es decir, apenas fue socializado. ¿Y qué hace un niño enfermo, muerto de frío y de pena, sin amigos, sin colegio, sin familia y sin cariño? Pues leer, claro. Umbral se lo leyó todo aprovechando los libros a los que pudo acceder gracias al trabajo de su madre en el Ayuntamiento y al mercadillo de libros usados de El Campillo. Y el resto ya lo saben: dame un niño con infancia desdichada y te devolveré un adulto escritor. Delibes le dio la oportunidad de escribir en El Norte de Castilla con 25 años y cambiaría su vida para siempre.

(Este es el primer párrafo de un texto que se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 17 de enero de 2025. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí. Si no se han suscrito, les animo a que lo hagan. La suscripción es muy barata a cambio de muchísimo y necesitamos más que nunca prensa libre).