Recuerdo a mi abuelo Julián sentado en la butaca del salón de casa de mis padres, pasando sus últimos días entre partidos del Madrid, nietos que le adoraban y discos de zarzuela. El encargado de ponérselos solía ser yo porque así lo decidió un día, aún no sé bien por qué: «Jose, hijo, ponme ‘Los gavilanes». Cuando acababa la cara, me llamaba para que le diera la vuelta al disco. Así toda la tarde, alternando ‘Doña Francisquita’, ‘La verbena de la Paloma’, ‘Agua, azucarillos y aguardiente’ o cualquier otra. Porque la colección era amplia. Y lo sigue siendo. Él acompañaba las canciones dando golpecitos con el dedo corazón de su mano derecha en aquel reposabrazos tapizado con flores raras, como intentando llevar el ritmo mientras cantaba. Aunque lo de cantar es una manera de hablar. Digamos que entre sus virtudes no se encontraba el oído. Hace un par de meses, en la misma butaca –y con idéntica tapicería– mi padre escuchaba ‘La revoltosa‘. Me senté a escucharla con él, tenía curiosidad. Y la realidad es que me fascinó ese Madrid de finales del XIX con corralas, chulapos, manolas y un casticismo encantador.

(Este párrafo forma parte de un texto que se publicó originalmente en ABC el 23 de febrero de 2025. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí. Si no se han suscrito, les animo a que lo hagan. La suscripción es muy barata a cambio de muchísimo y necesitamos más que nunca prensa libre).