Nunca me había gustado el whisky. Me resultaba algo similar a lamer un tablón de madera, de madera porosa en la que alguien hubiera vertido un bote de alcohol de farmacia, de ese que nos echaban de pequeños en las rodillas ensangrentadas y que luego resultó una forma de maltrato, que si a mis padres los llega a pillar la Fiscalía en aquellos veranos en Suances lo mismo les quitan la custodia. Y yo habría terminado en un orfanato a cuya fachada iría a morir la luz amarilla de la infancia en las tardes de marzo. Pero un día me dio por probar el whisky con otra perspectiva, sin hielo, sin Coca Cola, sin prejuicios. Sentí que algo cambiaba dentro de mí, como si hubiera madurado de repente. Pasar del gin tonic al whisky es como pasar de la cañita al Jerez, de la Play Station a los toros, de ser hincha del Tottenham a tener un palco en el Teatro Real. Súbitamente todo se volvió más lento, menos agresivo y, en lugar de sentirme frío por dentro -frío y solo como un portero reflejado en un charco- sentí por dentro el abrigo lento del cuero viejo. Y el trago ya no caía como un castigo merecido sino como el abrazo sincero de un tipo fiable, antiguo y barbudo.

(Este párrafo forma parte de un texto que se publicó originalmente en ABC el 2 de marzo de 2025. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí. Si no se han suscrito, les animo a que lo hagan. La suscripción es muy barata a cambio de muchísimo y necesitamos más que nunca prensa libre).