Hay lunes de Pascua que parecen Viernes Santos y bendiciones que parecen despedidas; hay sábados que parecen Domingos de Ramos y maneras de salir de Roma que parecen entradas triunfales a Jerusalén. Hay pollinos que son papamóviles, Gólgotas esculpidos en mármol y mañanas de invierno que acaban en tardes de primavera. La de ayer fue exactamente así, una mañana de frío incierto bajo un cielo completamente azul y una luz amarilla que tocaba a muerto. Esa luz sobre la piedra blanca nos cegaba a todos. Era una luz compleja, un poco deslumbrante y un poco triste, como la luz mortecina de la infancia. Pero cuando nos quisimos dar cuenta el viento frío ya se había ido, el sol alcanzaba su cénit y daba paso a un día plácido sobre Roma. Y la luz amable comenzó a calentarnos por dentro. 

En el intervalo, 400.000 personas nos agolpábamos entre la plaza de San Pedro y la Vía della Conciliazione, que es a la vez la vía Dolorosa y la Quinta Avenida del catolicismo, un atrio de entrada al templo con sus mercaderes, sus boutiques y esas cafeterías que tratan al peregrino entre la ligereza y el respeto. Una de ellas, la cafetería Sampetrino, que aprovechaba para sacar cafés a la gente que, en ese momento, llevaba ya dos o tres horas haciendo cola. Sin un grito, sin una mala cara y sin darse más importancia que la del que sabe que se puede cumplir con la obligación ofreciendo al mundo la cosa más humilde y, la vez, la octava maravilla, que no es otra cosa que un café ‘ristretto’ a tiempo.

(Este párrafo forma parte de un texto que se publicó originalmente en ABC el 27 de abril de 2025. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí. Si no se han suscrito, les animo a que lo hagan. La suscripción es muy barata a cambio de muchísimo y necesitamos más que nunca prensa libre).