
ivo en un barrio que homenajea al Medellín de los ochenta. A apenas un minuto de mi casa, en la esquina de la calle Acibelas con Juan Agapito y Revilla tenemos dos solares, dos edificios abandonados de los que solo se mantiene erguida la fachada. Supongo que es así para mantener a buen recaudo la vegetación, que crece al aire libre y que reclama el lugar que cree que le corresponde, como quien tiene un sofá o da un golpe de estado. Es un lugar perfecto para yonquis, para gente que quiere esconderse o para aficionados a los huertos urbanos, siempre que entendamos por huerto un metro y medio de hierba y de maleza mezclada con basura, suciedad y ratas. Una de esas ratas se metió en mi cocina hace cuatro años. Era gris y grande como un gato y se quedó detrás del frigorífico. Yo cerré la puerta para que, al menos, no pudiera salir y allí se quedó durante una semana que prefiero no recordar porque me dan ganas de vomitar. La rata se comió los cables de la lavadora, creando un charco de agua y heces y un olor nauseabundo que no se me ha ido del todo de la cabeza. Desde entonces, cada vez que paso por algún lugar en el que hay una rata, la percibo como si fuera un superpoder.
(Este párrafo forma parte de un texto que se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 9 de mayo de 2025. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí. Si no se han suscrito, les animo a que lo hagan. La suscripción es muy barata a cambio de muchísimo y necesitamos más que nunca prensa libre).