
Nadie la ha visto en casi dos siglos, pero muchos la llevamos en la memoria como si hubiéramos llegado a tocarla. Era una Inmaculada Concepción de manos juntas, mirada baja y manto azul. La talló Gregorio Fernández en 1617 para una cofradía nueva que, por entonces, se reunía en el convento de San Francisco. Era la primera de muchas, la madre de todas las Inmaculadas que Fernández esculpiría más tarde. Tanto el Ayuntamiento como la Universidad juraron ante ella en 1618 el dogma aún no proclamado y Valladolid la colocó en el altar mayor de su mayor convento. Allí estuvo casi dos siglos y medio hasta que se perdió tras la desamortización y la demolición consecuente. Como tantas cosas, se deshizo en el aire cuando los soldados, los burócratas y las piquetas rompieron conventos y memorias. Podemos decir que la tragó la historia, aunque, en realidad, no sabemos si se perdió, se vendió o si sigue durmiendo en alguna sala oscura esperando a que alguien la descubra. Huelga decir que es la joya de la corona, el santo grial de la escultura española y que su recuperación sería un hito cultural de primer nivel.
(Este párrafo forma parte de un texto que se publicó originalmente en ABC el 4 de julio de 2025. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí. Si no se han suscrito, les animo a que lo hagan. La suscripción es muy barata a cambio de muchísimo y necesitamos más que nunca prensa libre).