
Hace 533 años Castilla llegó a América, dejando su concepto del hombre y cambiando para siempre el destino de la humanidad. Los castellanos dejamos allí nuestro idioma, nuestra cultura, nuestras leyes y nuestra fe. Pero, sobre todo, nuestra sangre. O lo poco que quedaba de ella tras una Reconquista que duró ocho siglos y en la que nos desangramos por completo. Y, sin embargo, con la toma de Granada no terminaba la aventura: el camino hacia el sur llevaba esa sangre hasta Tierra de Fuego, convirtiéndose en mestiza y, por lo tanto, en verdaderamente hispana. Desde una región pequeña y pobre, desde unas montañas al norte de Burgos —allá entre Cantabria, Vizcaya y Álava—, la Castilla expansiva y guerrera se hizo universal. Y es precisamente ese carácter universal lo que impide que exista un nacionalismo castellano. Porque todos los nacionalismos comparten algo -aparte de la boina y la ceja junta-, que es el sentimiento enfermizo y primitivo de que la identidad está ligada a una tierra y que la tierra acaba detrás de una montaña. Pero Castilla no es una tierra sino un concepto. Y ese concepto se extiende desde Utah hasta Chile, desde Murcia hasta California. Está bien recordarlo hoy, que ni siquiera somos considerados una región histórica. En cualquier caso, si con la Reconquista Castilla se diluye en España, con América España se diluye en la Hispanidad.
(Este párrafo forma parte de un texto que se publicó originalmente en ABC el 12 de octubre de 2025. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí. Si no se han suscrito, les animo a que lo hagan. La suscripción es muy barata a cambio de muchísimo y necesitamos más que nunca prensa libre).