Cambia la ciudad, cambias tú y justo ahí, en la intersección entre ambos cambios, un día acabas aceptando que no sabes a dónde ir. Es ese un momento terrible, un momento del que no se vuelve, algo parecido a aceptar que te has hecho viejo, que estás solo o ambas cosas a la vez. Sucede un viernes cualquiera -un viernes como pudiera ser este mismo- cuando bajas del tren y descubres que, por primera vez en años, no tienes nada que hacer, no has quedado con nadie y eres completamente libre para llevar a cabo todos esos sueños con los que fantaseabas en el pico del estrés, qué sé yo, ir al teatro, conocer el nuevo Trigo, hacer la trimestral del IVA. Como suele pasar siempre en esos casos, los planes se van cayendo como un castillo de naipes y acabas caminando relajadamente por la Acera de Recoletos en ese momento de la tarde en el que la lluvia y el ocaso se te meten en los huesos. Y el crepúsculo lo toma todo, como en Solaris, de Tarkovski, cuando Kelvin nota cómo la lluvia le cae en el rostro y, de algún modo, es consolado por ella. Algo parecido me sucedió a mí, que caminaba buscando un bar que no existía y un tiempo que se había ido. Entre tanto cambio heraclitiano noté que todo fluía, claro. Sobre todo -Panta Rei- el riachuelo de agua que ya llegaba a mis pies y que me recordaba que había de resguardarme. Y pronto.

(Este párrafo forma parte de un texto que se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 21 de noviembre de 2025. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí. Si no se han suscrito, les animo a que lo hagan. La suscripción es muy barata a cambio de muchísimo y necesitamos más que nunca prensa libre).