Salió de su abuhardillado ático en Chueca-Justicia y bajó las escaleras de dos en dos, ayudándose del pasamanos. No, mejor bajó en el ascensor para poder aprovechar a mirarse en el espejo. Abrió el portal en el preciso momento en el que un rayo de sol resplandecía en el blanco nuclear de las monturas de sus gafas. Era diseñador de muebles. O diseñador gráfico. No, era galerista; sí, eso, galerista, de una galería de esas que hay cerca de Génova y que no sabes bien qué venden porque, a decir verdad, probablemente no vendan nada. Era gay, claro. No, mejor: bisexual (trisexual si unimos el sexo tántrico). Todo en él era tan zen… De hecho, iba a cortarse el pelo al cero, como un Buda. No, espera, creo que mejor iba a hacerse un tatuaje. Un tatuaje en el tobillo. Eso, un tatuaje en el tobillo; en concreto un sol. Lo tenemos.
Muack-muack. El tatuador puso un incienso. No, lo que puso fueron esencias de esas que se queman. Esencias de vainilla. Sí, de vainilla, que es entre infantil y sofisticado. De puta madre, eso es, nuestro galerista de gafas infinitas fue a tatuarse un sol en el tobillo. Se llamaba Raúl o Ricardo, o Ramón. Ramón encaja más, hace más interferencia un galerista bisexual que se llame Ramón. Pues eso, Ramón. Ramón era vasco. Con un par. Ramón, nuestro galerista vasco bisexual, abrió su libro de Benedetti, lo de táctica y estrategia, para relajarse. Cuando el tatuador le ofreció té, él quiso decir que sí, pero dijo que mejor champán. Un poco de alcohol siempre viene bien para aliviar el miedo que fingía no tener. Moët Chandon. No, Moët no que es una mierda. Bueno, da igual, en este entorno wannabe pega bien. Pues eso, pidió una copa de champán y le pusieron Moët Chandon. Cuando el tatuador ofreció sushi, él quiso decir que no, pero dijo que estaría genial atún rojo. Bien, eso queda guay. Un tatuaje de un sol en un día soleado. Querer decir que no y decir que sí y después lo mismo pero al revés. Muy literario. Bien. Tenemos sushi y champán en la mesa. Sushi, champán y… un crucifijo, porque Ramón era muy creyente, quizá por eso se hizo un selfie con el crucifijo justo antes del primer pinchazo. No, no, demasiado bestia. Era creyente y por eso se santiguó al empezar, rollo Vaquerizo. De sobra. Genial. Tenemos la escena. Tiene que ser breve, hay que cortarla con algo, no sé, un taxi pitando en la puerta o un teléfono que suene. Quizá una visita inesperada, lo que sea, pero desde luego hay que abreviar porque, a este ritmo, nuestro buen Ramón llega tarde al fundraising que han organizado los del crowdfunding del coworking y eso sería mazo random.
FIN.
Grotesco. Como mucho del comercio que se disfraza de noble este finde. Snob. Como todo español.
No es snobismo. El snobismo es mainstream. Tia.