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(Esta columna fue publicada originalmente el 23 de octubre de 2018 en El Norte de Castilla)

El hombre de éxito tiende a hacer causa general. Piensa que todo lo que ha conseguido es la consecuencia lógica de sus actos y que el esfuerzo siempre da sus frutos, pero ya no recuerda los tiempos en los que no se los dio. El arte de buscar causas se convierte en un juego fútil cuando no se cuenta con todos los datos y, por ello, las causas no siempre son las que creemos. El esfuerzo da sus frutos a veces, porque el éxito es la suma de muchas cosas, entre ellas del esfuerzo sí, pero también del talento, del sacrificio, de la voluntad, del sentido de la oportunidad, de la osadía, del entorno y de algo más, que nadie sabe lo que es pero que es lo único que importa. Llamémoslo suerte, aunque la suerte suele ser despreciada por quien se auto corona, como Napoléon en Notre Dame, pero en vertiente taberna.

Igual sucede con el fracaso. Es fácil fustigarse con el juego de causas, aunque sepamos que, en ocasiones, el mismo camino recorrido por dos personas lleva a destinos diferentes. Las circunstancias de Ortega. El destino. Dios. No sé, pero no nos atasquemos en el pasado -las causas- que, como decía Scott Fitzgerald, nos atrae incesantemente como un barco contra la corriente. No quiero sonar como un manualista de autoayuda sino como advertencia contra los análisis precipitados. La realidad es tan fría y el populismo tan cálido que podemos querer descansar en los análisis fáciles, como cuando Bush Jr. propuso talar los árboles para acabar con los incendios.

Tejerina tiene razón. Ella no habla de causas, solamente cita datos -efectos-. Los datos no quieren decir ni que seamos superiores ni más listos; tampoco que la situación socioeconómica sea mejor aquí, como he escuchado -pocas regiones más pobres que la nuestra, precisamente de ahí que la formación sea vista como la única alternativa-, que el ambiente cultural sea mayor -Andalucía es terriblemente culta-, que el nivel de exigencia sea más alto, los profesores mejores o mayor la inversión, sino todo lo anterior y algo más, que nadie sabe lo que es pero que es lo único que importa.

Susana Díaz también lo sabe, pero ella es la primera dama del populismo, una diva del tardoperonismo en su versión Triana y conoce bien los códigos. Por supuesto que la exministra no ha insultado a Andalucía y menos aún a los niños andaluces; tampoco le ha responsabilizado a ella, es de necios pensar que la culpa de ese mal dato sea -solamente- del PSOE o que los buenos nuestros sean gracias el PP, pero claro, ¿qué importa el detalle sin importancia de la verdad cuando la vida te pone delante un caramelo para el victimismo y la demagogia? ¿Cómo no desdibujar las fronteras entre Andalucía, PSOE y Junta cuando hace cuarenta años que en el escudo se lee “Andalucía por sí, para el partido y la Humanidad”?

Yo llevo a Sevilla en el corazón y conmigo no funcionan las consignas pasivas-agresivas del Susanismo. Harían bien todos en pensar en las causas perdidas del desastre más allá de la demagogia, porque no solo Susanita tiene un marrón. Todos lo tenemos. Esa también es mi tierra.

 

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