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Lo veo cada día. Es portugués, creo. Solo pide cuando lo necesita y, cuando logra recoger la cantidad estrictamente necesaria, entra en El Campillo para ver si hay suerte y hoy le llega para comer. Un día le negaron la entrada en un supermercado y tuve que entrar yo a comprarle un paquete enorme de pan tostado y una botella de dos litros de Fanta Naranja, que es lo que me pidió. Nada más, nada menos. Me quiso dar el dinero que costaba. Evidentemente, no lo acepté, pero un trato es un trato y ese día no me pidió dinero, solo que entrara en su lugar. Las cosas claras. A la salida vi a su lado a dos policías municipales, se ve que alguien les debió llamar, ya se sabe que los pobres molestan muchísimo y ni cuando tienen pueden comprar, no sea que algunas personas se asusten. Luego, cuando se les pasa el sofoco, esas personas acarician a un perro.

Lo veo cada día. Nunca me habla, ni yo a él. Alguna vez he hecho un mínimo intento, pero él no quiere conversación, creo que no se la espera, se sabe invisible y nadie habla con fantasmas. No es amable, está sucio y tiene la mirada vacía; a veces creo que no hay nadie detrás de esos ojos negros. Él se siente avergonzado, pero se sabe inadvertido y que creo que es por eso por lo que tampoco mira a los ojos. Cuando llueve se pega a la pared para no mojarse y entonces le oigo hablar solo. A veces se ríe y yo me pregunto de qué. No sé dónde duerme, aunque me lo temo, porque cada mañana, a las ocho y media, está sentado de nuevo frente al mercado de El Campillo. Allí pasa la vida. Supongo que, cuando tiene sueño, se tira al suelo y duerme, son las ventajas de ser invisible. Ha pasado las heladas de finales de diciembre descalzo, apenas con unas sandalias que dejaban sus dedos al aire. Toda la noche descalzo, cada noche, una tras otra, descalzo. Desde hace unos días salgo con unas medias de lana escocesa en la mochila para dárselas si me lo encuentro, no quiero pensar lo que tiene que ser pasar la noche en la calle, solo y congelado en esta tierra dura y descarnada.

Lo veo cada día. No se mete en problemas, no tiene pinta de drogadicto ni tampoco de alcohólico. Creo que puede tener algún problema mental -quizá alguna discapacidad-, pero ¿quién no lo tendría viviendo eternamente solo, esperando la nada bajo su túnica de invisibilidad? Hay algo de Velázquez en su mirada, me recuerda a un Calabacillas con barba, pero definitivamente la crueldad patética del relato tiene mucho más de Goya, esquina Delibes. Pienso en la última vez que habló con alguien y -lo que es peor- en cuando será la próxima vez que lo haga. Es probable que no tenga familia, ni esperanza y, por no tener, es probable que no tenga ya ni miedo.

Lo veo cada día, lleva todo lo que tiene en una bolsa de basura enorme, convirtiendo así sus posesiones en deshechos. Vivir a la puerta de un mercado a ver si cae algo tiene algo de animal, es la estrategia del gorrión, pero estos al menos pueden volar nidos y primaveras. Él no. Hace algún tiempo que no lo veo y estoy preocupado. Quizá esté enfermo, quizá haya decidido partir a otro punto de la ciudad, quizá pase el invierno en un refugio, quizá se haya ido de aquí o quizá simplemente, en un arrebato de modestia, haya conseguido hacerse invisible del todo.

(Este artículo fue publicado originalmente en El Norte de Castilla, el día 15 de enero de 2019).

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