1323346053_0

(Este artículo fue publicado originalmente en El Norte de Castilla, el día 22 de enero de 2019)

No hay nada que a un vallisoletano le guste más que la niebla. La niebla lo aísla todo, llena el ambiente de elegancia; la niebla convierte el aire en un vapor mágico, como de cuento y nos hace recordar quienes somos y dónde estamos. Si sales unos kilómetros de Valladolid verás que la niebla se disipa. Simplemente se va. Si hay niebla en Valladolid, no la hay en los pueblos cercanos, y es que la niebla nos pertenece, como el Mediterráneo a Serrat o la primavera a Sevilla. La niebla es nuestra.

Cuando aparece, nos hace reconciliarnos con nosotros mismos. Yo creo que es la niebla y no los ríos lo que en realidad vertebra el valle y es que la niebla es nacionalismo vallisoletano. La niebla somos nosotros; desde aquí sale en todas las direcciones y es así como conquistamos el mundo sin que el resto se entere, metiéndonos en el aire, convertidos ya en viento. En Londres no hay tanta niebla. El fog no es más que un mito y su causa no es otra que la contaminación de las estufas de carbón típicas del siglo pasado. Esto es otra cosa, nuestra niebla no es negruzca, es lo más blanco que he visto y, entre otras cosas, nos reconforta por dentro porque la niebla es de quien la trabaja y es, por ello, literaria. Estas mañanas el Pisuerga parece el Gran Canal, el Campo Grande parece Central Park y las muchachas con boina son más bellas que las parisinas.

Si hay suerte, la niebla se congela, creando el súmmum: la cencellada. ¡Oh, qué maravilla es sentir esas partículas de agua heladas pinchándote la cara como alfileres! ¡Qué sobredosis de belleza esa espesura gélida y húmeda que llena el vacío de elegancia, como Mark Knopfler fraseando con la strattoen medio de una estrofa! La niebla congelada nos vallisoletaniza, nos hace sentir nación. Es un pequeño masoquismo colectivo y, por ello, cuanto peor, mejor; cuanto más baja ella, más crecemos nosotros; cuanto más grave y más dura, más orgullo de sentirla ahí fuera.

La nieve tiene buena prensa, pero nos vulgariza, nos hace pasar por un bucólico paraje de cualquier país protestante, nos diluye en el estándar, como cuando los bares celebran la feria de abril (que sí…pero que no). La nieve es facilona, no pega en nuestra tierra. “Ojalá cuaje”, dice siempre uno. Pero nunca cuaja, porque la nieve es infantil, es populista, es como el mosto, como el batido de chocolate: algo evidente, elemental, primario. Los sabores complejos necesitan personalidades maduras y a los niños no les gustan las alcachofas ni el Campari. La niebla es esa complejidad con la que convivimos desde que nacemos y en la que nos sabemos diferentes. La niebla es nuestro Campari y, claro, luego nos salen los niños que nos salen, que se lo pregunten a Tejerina.

Pero ante todo, la niebla nos aísla en nosotros mismos, y eso es lo importante. Nos hace volver a casa bajo ese aura mística que la niebla confiere a la iluminación de la ciudad en la tarde, como el humo del escenario de un concierto; las torres de las iglesias, las luces sobre los puentes, el humo del cigarro… Y ahí es donde quería yo llegar, la niebla te empuja a ti mismo, te acerca a lo interior, te aleja de la frivolidad; te une al poeta, al canalla, al pensador y al camarero. Lo malo de la niebla es que termina, se ve bien y ya no estás acostumbrado. Es como si te hubieran operado de cataratas de repente y tanta nitidez se torna en vulgaridad. La realidad deslumbra, como el rolex de un nuevo rico. Y entonces ya no somos nación. Somos un pueblo perdido. De ahí a los lazos amarillos, solo hay un paso.

Anuncio publicitario