La revuelta de las comunidades de Castilla supone, para muchos, la primera revolución liberal de la historia, dos siglos y medio antes que la revolución francesa. Cabe recordar que eso es más tiempo de lo que ha pasado desde entonces hasta ahora, así que tómense en serio nuestra vanguardia intelectual. La diferencia entre ambas revoluciones es que aquella fue el germen del populismo y la nuestra pretendió un intento de liberalismo, de control y limitación del poder real. Adviértase que hablo del liberalismo serio, no del de esos adolescentes de twitter que limitan la libertad a pagar pocos impuestos. El liberalismo es demasiado importante como para dejarlo en manos de los liberales.
Otra diferencia es que nosotros perdimos y no hay piedad en los libros para los derrotados por el tiempo. La derrota es la gran maestra en la conformación de la identidad y de allí surge nuestra cosmovisión, nuestra idea del mundo y del hombre y es que el fracaso de los Comuneros -junto con el éxito de la Reforma- es el germen del fracaso actual de Castilla, que a partir de entonces se situará perdida en un mundo cuyas reglas de juego desconoce y que, como dice Joseph Pérez, hizo que los burgueses desaparecieran y que “sus hijos abandonaran los negocios para entrar en las universidades, en los cargos públicos, en las órdenes, cuando no eran tentados por la aventura colonial o militar; o Iglesia o Mar o Casa Real”.
Castilla se rebeló entonces contra los impuestos exacerbados y el absoluto poder real. Esa rebelión consiguió un esbozo de proto constitución para limitar ese poder y dar representatividad a las Cortes y Comunidades. Esto en 1500. Cuando los que ahora dan lecciones a Castilla estaban cazando con lanzas. Por favor, lecciones a Castilla ni una. Y homenajes a Carlos V, tampoco. Nosotros le llamamos Carlos V y no Carlos I precisamente porque Castilla nunca vio al rey como propio, lo cual es lógico ante un rey que dio un golpe de Estado contra su propia madre, que no hablaba nuestro idioma, cuyo único sentimiento patriótico era hacia Borgoña y que saqueó Castilla para financiar su imperio. Lo mismo, por cierto, piensan de él en Flandes y en todo el imperio Habsburgo porque el imperio de Carlos V no fue el imperio español ni castellano ni flamenco; fue su propio imperio, el suyo y para el cual no tuvo problemas en expoliarnos y sumirnos en la decadencia. No diré que todo fue malo, pero cuando nos preguntamos dónde está el dinero de Castilla, el que vino de América, el resultante de nuestro predominio histórico, la respuesta es devastadora: está en esos palacios de Viena que aparecen en las fotos de Instagram de la España turista. Allí, el mármol; aquí el adobe.
En Castilla, tuvimos razón antes de tiempo y eso es imperdonable. Han pasado ya 498 años, quedan dos para el V Centenario y se me hace un nudo en el corazón esperando las brillantes y ambiciosas propuestas que, con motivo de esta conmemoración -que debería ser universal- propondrán nuestros políticos regionales de cara a las elecciones de mayo, si es que alguno se acuerda del programa para algo más que para envolver el bocadillo de chorizo de hoy en la campa. Tuvimos nuestra oportunidad de cambiar la historia, la perdimos y aquí están las consecuencias: nuestra identidad es olor a chorizo y a vino en bota. Brinden hoy por los Comuneros, que me temo que nuestros viejos pendones seguirán guardados unos cuantos siglos más, esperando la dignidad necesaria para ser reclamados.
(Esta columna se publicó originalmente el 23 de abril de 2019 en El Norte de Castilla).