Estoy enganchado. No puedo parar de ver el video de Arrimadas e Igea en el AC Palacio de Santa Ana. Una vez tras otra, en bucle. Es como una droga dura, que sabes que te hace daño pero que no puedes dejar. Desde esta mesa puedo sentir la adrenalina, la tensión, las caras de los periodistas mirando a un lado y a otro, como si estuvieran en la pista central de Roland Garros viendo a Federer y a Nadal devolverse golpes ganadores, que a un compañero de la radio le faltaron tres segundos para ponerse entre medias a separar, como Mateu Lahoz cuando Ramos y Suárez se calientan en medio de un córner. Luis Fuentes, por cierto, desaparece de la toma justo en ese momento. Iría a ver el VAR.
Cuando Inés está nerviosa sonríe compulsivamente, como en el último ‘Orgullo Gay’, que parecía una novia saliendo de los Jerónimos mientras a su alrededor lanzaban orín, heces y amenazas de muerte. Pues lo mismo, ayer. El desprecio con el que Inés mira a Paco, esa repulsa incluso física, ese aborrecimiento intelectual, ese repudio personal que traspasa cámaras y comunidades autónomas. En esa conversación se resume un siglo: esa mirada inquisidora de Arrimadas envuelta en una sonrisa forzada que ni si quiera intenta ocultar la displicencia y la soberbia marca de la casa; ese lenguaje corporal que no aclara si le quiere mandar al campo a arar, a la taberna a tomar un sol y sombra con Ábalos y Mayoral o al hospital a hacer una proctología. Esos toquecitos en la espalda, como diciendo «que sí, don Francisco, ale, váyase usted poco a poco a sus cosas de provincias, ¿eh?, que ya nos quedamos los de Barcelona, los que sabemos, los cosmopolitas, los guapos, con las cosas de alta política, no vayamos a equivocarnos, a ver si piensa usted que un cincuentón de Valladolid va a enseñar algo a este querubín en el que se ha encarnado Adenauer».
Esa mirada me tiene obsesionado, es como si la Esperanza de Triana se bajara del paso de palio y empezara a tratar como subnormales a sus fieles, con una actitud como de consultora junior por las cuatro torres, sobreactuando estrés y traje de ‘Uterque’ en el afterwork del jueves y tirando de ‘eseoese’ para la paz del ‘roof’ en el ‘brunch’ del domingo, o sea. Léase: un cuarto de facherío gritón, un cuarto de pija monilla que va a ‘La Máquina’, en Jorge Juan, un cuarto de coaching y manual de autoayuda y un cuarto de ‘think tank’ con ‘tattoo’ de Pinker y acento catalán de Jerez.
Esa superioridad con la que se expresa, esa condescendencia faltona, esa humillación pública. «Hagamos un coloquio y que decidan los militantes», dice Inés. «Que me recuerdas a Barrabás», le faltó añadir. «¿No ves que me van a elegir a mi, tontorrón?». Igea, visiblemente incómodo, intenta el más difícil todavía: evitar el numerito pero sin callarse, sin acochinarse en tablas como un mansurrón. Yo se lo valoro porque nunca he sabido torear en esos terrenos y, ante gente tan maleducada como Arrimadas, tiendo al silencio pasivo agresivo, pero claro, yo no soy vicepresidente de la Junta. «Venga, Paquito, que lo estás haciendo muy bien en esta región de paletos de segunda, hombre». La cara de Igea, un poema. Él iba a un combate de esgrima, con florete y reglas y se ha encontrado con un oponente con la cara de Audrey Hepburn y querencia a apuñalar por la espalda. Si yo fuera Paco, aprendería a tocar ‘Moon River’ para ponerla durante la batalla final. En cuanto a la letra, una sugerencia: «Quousque tandem, ‘Catalana’, abutere patientia nostra?».
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 24 de febrero de 2020. Disponible haciendo click aquí)