Para Sánchez, la vida es una serie de televisión en la que él es el protagonista y el resto somos extras, segundones feúchos de los de lata de cerveza y bocadillo. Por eso nos mira desde su camerino con cariño, porque le recordamos a él cuando era solamente un extra en superproducciones ajenas. Y es entonces cuando los viejos tiempos le pasan por la cabeza como un flashback con música de la Motown. A veces sale de la roulotte sin seguridad y se mezcla entre los aspirantes a actores, entre los más bajitos, de modo que el plano exagere su superioridad física. Y les deja frases buenísimas como «deja que brillen todas las estrellas que hay en ti» o «todo telón se abre ante un actor que sabe a dónde va».

En su serie también hay secundarios, personajes necesarios para su trama de telefilme: su primer entrenador en la época del Ramiro, la mala despiadada con acento de Triana, una mujer humilde que le cuenta las verdades del barquero, el camarero sabio de su hamburguesería preferida de Tetuán, a la que huye escondido tras unas gafas y una gorra de los Bulls las noches en las que no puede dormir. Y cosas así. 

La primera temporada empezó cuando decidió disputar las primarias a Madina y terminaba con un Pedro desencajado expulsado de Ferraz por su propio partido. Tremendo cliffhanger. La segunda la comenzó encerrado en casa con una barba de tres días, restos de pizza y latas de cervezas vacías. Contrató entonces un nuevo guionista que le dijo «tú sonríe y déjame el resto a mi». Fue entonces cuando le mandó comprarse una chupa de cuero marrón, un auto destartalado y recorrer las agrupaciones socialistas de toda España. La segunda temporada termina con un plano cenital de su Peugeot 407 cogiendo la A3 caminito de Jerez mientras suena un temazo de la Creedence. Tenemos ‘road movie’. Y relato.

Luego ganó las primarias, la doble repetición electoral, el «no es no», el bloqueo y un plano secuencia mítico en el que pactaba con su mayor enemigo, el de la coleta, mandar al Rey precisamente a Cuba antes de hacer público el acuerdo. La temporada termina entrando en Moncloa y guiñando un ojo a cámara como Kevin Spacey en ‘House of Cards’. 

Ahora estamos comenzando otra temporada, que durará tres años más, según le han dicho. Pedro no tiene ni idea de qué va a ser de su personaje y pide al guionista que le avance algo, pero solo le dan el guion del día. Hoy vetas al Rey en Barcelona, mañana le exiges que vaya y así. Sabe que solo un comportamiento aleatorio logra construir un personaje imprevisible, como él: audaz, genial, misterioso. A veces, Pedro piensa que el guionista se pasa, que el personaje no es creíble y entonces se hace un Stanislavski en La Toja. Pero el guionista tiene razón: tú a lo tuyo, hoy haces footing, mañana te compras un perro, ahora metemos una pandemia, dices que no hace falta mascarilla, se infecta tu esposa, luego la haces obligatoria, sacas la bandera, luego la escondes y así, como una especie de Coronel Kurtz con el ‘tumbao’ que tienen los guapos al caminar. 

Él se ha creído que ‘Pedrocrazy’ es una divertida comedia musical, pero en la última temporada se desvela que, en realidad, es una tragedia muda en la que todos lo perdemos todo. El que sugiera cambiar de guionista, ese es el traidor. Porque hace mucho que todos conocemos el problema. No falla el relato: lo que falla es el silencio.

(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 6 de septiembre de 2020. Disponible haciendo clic aquí)

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