
¿Quién fue en realidad Francisco Umbral? Esa es, en realidad, la pregunta que sobrevuela ‘Anatomía de un dandy’, documental de Charlie Arnaiz y Alberto Ortega, presentado en Seminci. La respuesta es incierta. Yo no sé responderla y quizá ni si quiera él mismo llegara a ser capaz de hacerlo. «No creáis nada de lo que diga, no creáis nada de lo que escriba. Soy un farsante. Lo único que he intentado es ser Francisco Umbral». Y es que Umbral fue una mezcla entre lo que pudo ser y lo que quiso ser, el resultado del dolor, quizá el único buen personaje que su inmensa literatura supo crear, porque toda su obra es una autobiografía trágica, una hermosura de corazas superpuestas, el ave fénix que emerge cada mañana de las cenizas en las que la vida le sumergía cada noche. Como a todos, claro. Por eso escribimos. Dice Nieto Jurado, el último umbralista que trajeron las sombras, que existe un pacto autobiográfico: «para el escritor queda lo que es cierto, lo que pudiera ser cierto, lo que quiere que sea cierto». Este proceso neurótico es el que crea en Umbral una personalidad con forma de capa de Houdini en la que escapar cortándose en lonchas cada día.
Del cine salí hecho polvo, con unas ganas terribles de abrazar a mi hija y dejar de escribir para siempre, claro. Porque escribir después de Umbral es un acto de soberbia e inconsciencia. Aunque Umbral no existió jamás, es una metáfora, como España, como la primavera, una metáfora que se llevó todo por delante. Entonces todos querían ser Umbral menos Umbral, que quería ser Ruano. Y Baudelaire y Larra y Valle, pero que finalmente solo pudo llegar a entender su corazón viendo cómo latía en el cuerpo mortal y rosa de su hijo Pincho, cuya muerte se llevó toda esperanza. Aún estoy secándome las lágrimas. La voz de Paco y del niño pesan como pesa la propia muerte.
Umbral es su propio folklore. Un talento desbordante formado de dolor y crueldad que, al saber lo que no quería ser, terminó definiendo lo que era, por eliminación, por descarte. Ese niño que mira desde lejos la fiesta y los hijos de puta que hay dentro y dejan apenas el frío que nunca pudo quitarse: el frío de la posguerra, el frío del huérfano, el frío del padre que entierra a su hijo y se entierra a él mismo. Yo no sé quién fue Umbral, pero me temo que no hay mejor pseudónimo que el propio nombre. Nadie sospecharía de él jamás.
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla Digital la noche del 26 de octubre de 2020. Disponible haciendo clic aquí).