
Marx abre ‘El Manifiesto Comunista’ presentando su visión del mundo y de la historia como una lucha de clases. Según Marx, una clase subyuga y oprime a la otra, que se presenta como la víctima, la oprimida. La línea divisoria entre una clase y otra la marca la propiedad de los medios de producción. Es decir: Marx lo reduce todo a un concepto economicista. Solo hay algo más obsesionado con el dinero que un rico: un pobre. Esto lo digo yo, no Marx. Reducir la historia y las relaciones sociales a un aspecto meramente económico es pobre y tremendamente limitador. Hay mucho más que eso e interpretar la historia así es no conocerla en absoluto.
Por eso, entre otras cosas, yo no soy marxista. Porque no creo en la lucha de clases y mucho menos que esa supuesta lucha venga marcada por la titularidad de los medios de producción. Quizá esta aberración pueda entenderse en el siglo XIX, pero no en el siglo XXI. Esto es tan evidente que incluso la izquierda -los supuestos herederos de la doctrina de Marx- ha abandonado hace tiempo la economía como eje de su discurso. Decía Pla -me lo recuerda Rafa Vega ‘Sansón’- que «los radicales de ayer aspirarían a ser los conservadores de mañana» y estoy de acuerdo.
Porque todas las peticiones tradicionales de la izquierda están conseguidas: redistribución de la riqueza, políticas expansivas, progresividad fiscal, keynesianismo por decreto, sanidad y educación gratuita, seguridad social, vacaciones pagadas, jornadas razonables, seguro de desempleo, bajas remuneradas, etc. Por todo ello, hace tiempo que la izquierda abandonó su discurso economicista: para que no se les acabara el chollo. Si ya está todo conseguido en el ámbito económico no quedaría sino disolverse.
De modo que, en los últimos tiempos, han cambiado el discurso. El discurso, pero no el marxismo como escuela de conflicto y de victimismo. Es su zona de confort y ahora solo han de llenarla de nuevos caladeros de votos. Y los han encontrado en los colectivos que ellos entienden oprimidos, ya no desde el punto de vista económico, claro, sino identitario. Da igual que esos colectivos estén o no oprimidos, a ellos les interesa así y necesitan que esa opresión -sea o no real- se sienta como real. Por eso, por ejemplo, bajo la falsa bandera del feminismo, se dedican de modo sistemático a intentar hacer creer a las niñas que son víctimas por el mero hecho de ser niñas.
Evidentemente una niña del año 2020, de modo natural, no piensa así. Solo se puede sentir oprimida por razón de su sexo tras un lavado de cabeza sistemático que, desde luego, rozaría el maltrato infantil. Así es como surge esta izquierda naif e idiota, esta izquierda feminista, antitaurina, vegetariana, homosexual, ecologista, atea, de ‘Black Lives Matter’, de Gretta Thunbergs y de vigilias veganas. Es un asunto de supervivencia pura y dura que nadie compra.
Nadie excepto la derecha populista, que, en un giro brutal de los acontecimientos, no solo compra el discurso de la nueva izquierda sino que, además, entra en su juego a través de una nueva dialéctica. En lugar de negar la mayor y descansar plácidamente en la paz social, el progreso económico, las sicavs, la caza, los toros, la misa, el sexo muy heterosexual, Mourinho, el 4-5-1 con doble pivote, el tabaco negro, la pesca con mosca, el fracking, los chuletones sangrantes y los coches diésel, acepta el juego de la izquierda tontita. Es decir, compran sin saberlo un discurso radicalmente marxista en su planteamiento más íntimo y entran en la historia como una nueva clase oprimida, esta vez por la izquierda y por su supuesta hegemonía cultural, que no solo no existe sino que no es otra cosa que una estrategia de supervivencia y un recurso electoral vacío. La derecha populista se entiende a si misma como una víctima oprimida por parte de la nueva clase opresora, que es la izquierda y su titularidad de los medios, ya no de producción sino de comunicación.
Entramos así en un absurdo: esta derecha, que debería conservar su status quo, se mete de lleno en la dialéctica marxista como clase perdedora. Y no solo se ve a si misma como se veía antes la izquierda, sino que asume sus tácticas, sus modos de expresarse y sus lamentos victimistas de clase oprimida y subyugada. No deja de sorprenderme esta visión marxista de la historia que tiene la ‘alt right’. Para ellos se ha girado el eje y hablan como los nuevos parias de la tierra, la famélica legión y se protegen -colectivamente, como clase- de los ataques de un supuesto nuevo orden mundial y un globalismo, tan ridículo, por cierto como cuando la izquierda fantasea de ‘los poderes económicos’. Soros es su Bildelberg.
Se crea una nueva lucha de clases basado en un nuevo enfoque marxista de la sociedad. Pero el otro no se ha ido del todo, por lo que sigue habiendo verdaderos perdedores y no solo perdedores imaginarios. Por ello estamos viviendo un momento en el que coinciden en el tiempo y en el espacio dos percepciones de derrota, dos sentimientos victimistas y dos clases perdedoras: los perdedores económicos y los perdedores culturales. Ambos comparten un doble papel de opresor -según los de enfrente- y de oprimido -según ellos-, pero, evidentemente, solo verbalizan uno de ellos, el de la derrota, que es el que marca su posición en el eje. Así que nos encontramos con idénticos discursos: todos son los derrotados, todos son los perdedores, todos son los oprimidos, todos se sienten víctimas. Eso, exactamente eso, es el populismo, el de Podemos y el de Vox, el de Maduro y el de Trump. Lo comparten todo excepto el objeto del resentimiento y el nombre del causante de la opresión que perciben.
La táctica siempre es la misma. Se divide a la población en dos bloques, se sitúan en uno de ellos, el de ‘los buenos’, deslegitiman al otro bloque –’los malos’, claro- y les niegan el derecho incluso a la existencia: hemos visto a Abascal, en tribuna de oradores del Congreso, pedir la ilegalización de partidos independentistas y comunistas y a Podemos, por sus lindes, pedir la ilegalización de Vox.
¿Pues saben qué? Que me niego rotundamente. Yo no soy marxista. Yo no compro esta lucha de clases, esta fábula de opresores y de oprimidos, la cuente quien la cuente. La política es la gestión de lo público, no un proyecto de salvación global. Mi cultura no está en riesgo más que si enciendo twitter, cuyo único objetivo es polarizar, engañar, manipular.Por más que me tiren pasto, yo no soy un burro y no admito que me traten como tal. Pero mucho menos acepto que entre Podemos y Vox estén haciendo dudar a la generación de nuestros padres acerca de la Transición, acerca de si hicieron o no lo correcto al perdonarse, reconciliarse, al reconocer la legitimidad del otro, al darse la mano, al olvidar, al aceptarse como interlocutores válidos, al entender los motivos del otro, al ceder para encontrar un texto constitucional que ahora ambos se quieren cargar y al verse como compatriotas y no como enemigos.
Hay quien critica esta postura por ‘tercerista’, ‘equidistante’ y ‘chavesnogalista’. Lo de Chaves Nogales ya me gustaría, desde luego. Lo otro, no. No soy equidistante porque no existen dos puntos opuestos en el eje sino solo uno: el de la cerrazón, el odio y el fanatismo. Y en el otro extremo, absortos, la inmensa mayoría de los españoles viéndoos hacer el ridículo.
(Esta Tribuna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 6 de noviembre de 2020. Disponible haciendo click aquí).