
Cuando todo esto termine, nada será igual que antes. Cuando baje la marea sentiremos un gran alivio por no habernos ahogado, eso es cierto, pero será entonces cuando nos miremos unos a otros y caigamos en la cuenta de nuestra propia desnudez.
El mundo al que llegamos es una incógnita, de acuerdo, pero algunas cosas están claras: llegamos a un mundo muerto. Y nosotros estamos desnudos. Con esas armas hablaremos a un contexto sordomudo, a un momento culturalmente inane, socialmente desquiciado, económicamente devastado. Y saldremos del agua, como anfibios perdidos en tierra yerma. Sentiremos entonces vergüenza, como Adán y Eva tras comer los frutos del árbol prohibido. Y correremos a vestirnos, aunque sea con ropas gastadas. Con lo que sea. Habrá que reconstruir, dirán algunos. Ya. Como si se pudiera. Como si la vida fuera un plan rector de no sé qué subsecretaría regional.
Vendrán entonces los estetas y los pesados a hablar de un nuevo comienzo, pero yo siempre he odiado el Renacimiento. Me repugna el mero concepto de renacer, como si se pudieran apartar las vísceras, los restos viscosos del huevo y empezar de cero. Qué horror. Si la reencarnación no tiene más adeptos es por el ansia de seguir pegando pases de desprecio a la gran promesa y abrazarse a la propia vida, a esa que con tanta perseverancia hemos destruido.
Kurt Cobain retrataba en Heart Shaped Box, a un hombre trepando por el cordón umbilical para volver al útero de su madre. El único útero que existe es Dios y en ese viaje de vuelta estamos todos, pero empiezo a pensar que de tanto romper cáscaras y trepar cordones al revés, es posible que acabemos siendo capaces de decir nuestro nombre hacia dentro.
Yo no soy italiano, no entiendo el Renacimiento como una postura estética ni juego con lo intelectual movido por la curiosidad. Yo soy español, español de Castilla y entiendo el Renacimiento como Humanismo y el Humanismo como subversión, como compromiso militante y como un arma cargada «por debelar la barbarie», que diría Nebrija. La barbarie no cesa, jamás lo ha hecho. Nuestro particular renacimiento debe consistir en volar por los aires esa barbarie, hacerlo cada mañana, en ayunas; reventar los márgenes con el primer café y combatir vieja barbarie con barbarie nueva. Y, por favor, olvidémonos de perseguir una vuelta a las formas clásicas, al calorcillo del canon, al olor a soso de la ortodoxia. Debemos renacer del todo, debemos abrazar la heterodoxia, si no nada de esto habría tenido sentido. El gran humanista no ha de actuar como un restaurador de cualquier otra época: ha de ser percibido como un terrorista. Porque no nos vale nada.
Excepto que nos vale todo. Porque nada ha cambiado. Los que que salgamos vivos, no seremos más fuertes, ni más guapos, ni las artes son productos cosméticos ni ha pasado nada excepto que habremos visto la vida real, la vida dura, cruda la muerte; habremos mirado de frente a la enfermedad, al miedo a los ojos. Habremos despertado de pronto a la Verdad, como si hubiéramos tomado todos, de golpe, una sobredosis de pastillas rojas que nos hubieran llevado, en el desvelo, hacia el vómito y la náusea. Y nos encontraremos con lo que nadie esperaba: el plácido aislamiento, la levedad sonora, el individuo solo, el mundo sin estrés, el dinamismo sin desplazamientos, la lluvia vertical, los niños tranquilos a los pies de sus padres, el trabajo integrado en la vida y todo contaminándolo todo, como auténticos humanistas, mitad guerreros, mitad artistas. Como Quijotes contemporáneos.
La verdadera disidencia es quedarse sin excusas para soportar toda la felicidad que se nos viene encima. «¿Qué vamos a hacer ahora?» -se preguntan. Solo cabe una respuesta: «Acabar con toda intención de renacer». Pasar directamente al manierismo y abrazar los espacios contradictorios de la vanguardia. Y el silencio, enterrar la elocuencia, no tener nada que comunicar, no perseguir nada. El pasaporte a la esencia no es el Renacimiento sino el olvido. Quizá nunca hubo otra eternidad.
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