
No sé exactamente en qué momento la izquierda perdió los bares. No sé en qué momento preciso la izquierda perdió ese supuesto monopolio de la alegría, el optimismo, la creatividad y el sentido vital del hedonismo y el canalleo para entregarse al oficialismo, al tedio, a las prohibiciones, al dogma, a la oscuridad y al gris marengo de las tardes sin ilusión. No sé cuándo ha pasado concretamente, pero ha pasado. Cuando el comisario político Tezanos agredió a las tabernas y tachó más o menos de alcohólicos y de paletos a la mitad de los madrileños que hace dos años votaron a Carmena y a Gabilondo de forma masiva, supe que el partido sanchista haría el ridículo, una vez más. Y van muchas.
El sanchismo ha convertido al otrora Partido Socialista en un consulado de esa inquisición que representa Podemos y todos sus satélites y satélitas. Cuando yo era pequeño, los que te amedrentaban con el concepto de pecado eran algunos curas, pero ahora todo eso ha pasado a la izquierda, que se ve en la obligación de decirte lo que puedes o no puedes hacer, lo que debes pensar, cómo debes hablar, cómo debes vestir, qué es correcto y qué es incorrecto, cómo debes dirigirte a una mujer, qué debes leer, cómo arrodillarse cuando comienza un partido de fútbol y que además te agrede con ese cacao entre identidad y preferencia sexual que se han montado para desgracia de las cabecitas más discretas. Es esta izquierda la que blanquea el concepto de fascismo llamándotelo a ti por comer chuletones, por no decir niñes, hijes y demás gilipolleces, por no ser solidario con la ‘pobreza menstrual’ y por osar poner en duda la necesidad de que los monigotes de los semáforos lleven faldas.
Para los que nos educamos en los 80 sigue pareciéndonos increíble que la izquierda sean los nuevos curas preconciliares. Antes, la izquierda era -éramos-el canal natural a través del cual desobedecer, ser rebelde, osar decir no a los dogmas y respirar libres. Eso era el progreso. Pero en su postmodernismo identitario se han convertido en todo lo contrario, en una catequesis permanente de la que la gente, evidentemente, huye –huimos–. Me recordaba mi amigo Eduardo que, en nuestros tiempos, los discos tenían una etiqueta en la que ponía ‘Parental advisory’ para avisar a los padres de que esas canciones decían tacos y transmitían mensajes digamos que poco apropiados. Eso antes estaba en manos de la derecha, ese espíritu censor heredado del franquismo. Pero en este momento, la obsesión por restringir lo que se puede decir o no ha pasado a la izquierda, que ha convertido todo en una moralina perpetua, en una prohibición permanente, en una restricción constante, en una fábrica de adoctrinamiento y de dogmáticos que te pone la pegatina esa a ti cada día en la frente. Son los nuevos grises.
La taberna, Tezanos, trasciende la política. Puedes restringir los horarios de los bares si crees que es lo mejor sanitariamente, pero no puedes llamar a la gente borracha y gañán por relacionarse y pasar en el bar el tiempo que les de la real gana. ¡Faltaría más! Solo nos faltaba tener que pedir permiso a Irene Montero para vivir como nos de la gana o consultar con Marlaska el punto del chuletón. En estos tiempos empieza a resultar una obligación moral rebelarse contra esta nueva inquisición de catequistas, hablar como nos de la gana, vestir como queramos y comer chuletones sangrantes, así que, personalmente me voy a meter a El Farolito con Santi y no voy a salir de allí en quince días, brindando y dedicando cada Negroni al espíritu de la nueva movida que está a punto de comenzar en las tabernas, que son nuestra trinchera y el último reducto de la alegría. Así que, sin dilación, ¡a las barricadas, camaradas! O mejor aún: ¡a las tabernas, espíritus libres!
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 6 de mayo de 2021. Disponible haciendo clic aquí)