
Solo Dios y mi agente de viajes saben lo difícil que puede resultar encontrar un hotel en Madrid para mañana. Y no necesito un hotelazo, solo exijo algo digno, céntrico y con una mesa para escribir. Bueno, quiten lo de digno. Y la mesa, venga, escribiré en la cama, como Onetti. Incuso cambiemos ‘exijo’ por ‘suplico’. Pero lo de ‘céntrico’ es innegociable, yo no puedo irme a un polígono industrial, que luego me salen textos como de película de Fernando León de Aranoa y ya sabemos que la temática social es el recurso de los poetas sudamericanos cuando se les acaba el talento o de los españoles cuando se les acaba el dinero. Antes que despertarme en una gasolinera, prefiero dormir en El Retiro y pasar frío en este final de junio ártico. Y, si es posible, del lado de Ibiza, que está más cerca del mediterráneo. Y del talento.
Pero está la cosa difícil. Tanto que, por fin, decido llamar a recepción para escuchar personalmente que no hay nada un martes y allí me dicen que «ya sabe, el evento, señor. Está Madrid lleno». «Claro, claro el evento, el evento». Tras mucho pensar, concluí que ‘el evento’ era el concierto de Calamaro en el Palacio de los Deportes. Desde luego, de todo lo que pasa este martes en Madrid, no encuentro nada más importante. El resto es secundario. Pero no, no se refería a ese ‘evento’. Se referían al otro. A la cumbre de la OTAN.
En otros tiempos la crema de la intelectualidad madrileña pasaría de Macron, de Biden y de Stoltenberg y contraprogramaría una fiesta clandestina y alguna performance alejada de pretenciosidad y moralina para unir a los punkies de Usera con las asesoras de Washington. Es la rebeldía anti ‘establishment’, la creatividad dando un golpe de estado, la elite artística -¿hay otra?- queriendo someter a los hombres grises por la única vía posible, la del talento. Hoy, en cambio, veremos a los mejores escritores de mi generación analizando sesudamente el lenguaje corporal de Jacinda Ardern, la sonrisa de Jakobsdóttir, la agenda de Von der Leyen o las anotaciones de Trudeau.
Para esto hemos quedado. La política, la vulgaridad extrema de este show lo ha tomado todo y ahora parece más profesional hablar de la OTAN o de la inflación que de Calamaro, Morante o Antonio López. Y, por eso, la norma es que cualquiera de esos columnistas con buena pluma y poca vida decidan que es más serio analizar las repercusiones de la postura de Erdogan en el precio del trigo que lo que está pasando en su barrio, en los museos o en las salas de conciertos. Estamos dejando de contar la esencia de nuestro tiempo a cambio de contar el trampantojo.
Mirando los diarios pareciera que las estrellas de la sociedad son los políticos y esa es, sin duda, la señal final de decadencia de una sociedad enferma, inculta y desensibilizada. Miren, me da igual el Air Force One. Mañana por la noche la capital del mundo lo será porque toca Andrelo. No hay mayor actualidad. Ni mayor elite que aquellos capaces de poner un palo en la rueda de su tiempo.
(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 27 de junio de 2022. Disponible haciendo clic aquí).