Cuando yo era pequeño y nos cruzábamos por la calle con una persona a la que le faltaba, por ejemplo, una pierna, yo me quedaba mirándola fijamente y mi madre me pegaba una colleja que, si la llega a ver el Ministerio de Asuntos Sociales actual, lo mismo le quitaban la custodia. Me decía que era de mala educación quedarse mirando así a alguien con discapacidad.

Cuando mi hija hace lo mismo, ya no puedo seguir la tradición familiar porque a lo mejor vamos directos a un anuncio de esos que se ha currado Irene de fachas que maltratan a sus hijas. Así que me limito a explicarle que eso está mal, que no se puede mirar fijamente a una persona con minusvalía porque es discriminar con la mirada.

Pero ella no está de acuerdo, dice que discriminar sería precisamente no mirar a esa persona y aceptar que ha de vivir pasando eternamente por la calle como si no existiera, vagando en la transparencia, como si el resto nos hubiéramos quedado ciegos de repente y, por lo tanto, no pudiera mirar tampoco nuestra discapacidad.

Creo que tiene razón. Mirar es integrar. La realidad es que esta sociedad cada vez discrimina, aísla o margina menos por defectos físicos y, por eso, lo diferente ya no se esconde. Y como no se esconde, han roto la barrera de la normalidad. No hay ‘criaturas extrañas’, nos hemos diluido en un proyecto de soledad que nos separa a fuerza de acercarnos. Ya no hay ‘otro’, la propia vida nos ha llevado al aislamiento. 

Decía Unamuno que está loco el que está solo y que una locura deja de serlo cuando se hace colectiva. Lo mismo pasa con la monstruosidad. Si todos somos monstruos, nadie es monstruo. Y entonces no hace falta integrar, es decir, mirar. La ceguera es el estadio máximo del progreso.

Antes, el ‘monstruo’ era la otredad total, aquello radicalmente diferente. Y eso traía un viento de ‘sosias’, la posibilidad cuántica de que ese ‘otro’ fueras, en realidad, tú en otra línea narrativa, tú en otra tirada de dados. La pregunta hoy sería si se puede existir sin la presencia de esa alteridad absoluta. 

Soy en la medida que soy mirado. Y soy normal no solo en la medida en la que existe lo anormal, sino en la medida en la que miro al ‘monstruo’. Para autoaceptarnos, entonces vivimos en el ‘selfie’, en la contemplación del Narciso integrante, del posthumano, del ‘ciborg’, del monstruo en tiempos del metaverso. Por eso, me temo, huimos del otro: al negar el encuentro crece la posibilidad de pasar de puntillas por el hecho de que, en realidad, el monstruo solo éramos nosotros mismos apartando la mirada para no morir de la verdad.

(Esta columna se publicó originalmente en ABC Cultural el 10 de diciembre de 2022. Disponible haciendo clic aquí).

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