
No sé si el amor llega de golpe, pero la consciencia del amor sí, llega un viernes a las diez de la mañana, junto a una ventana a través de la cual la luz entra en un ángulo perfecto y marca sus pómulos mientras ella sostiene un cigarro a la altura de su pecho y sonríe. Hay un momento preciso en el que sabes que estás enamorado. No es un proceso gradual, o puede que sí, la verdad es que no tengo la menor idea. En cualquier caso, existe un instante concreto, hay un minuto y segundo exactos en el que lo emocional llega a lo cognitivo y el cerebro se entera de lo que el corazón ya sabía. El amor cae como una tormenta de granizo y serotonina y, a partir de ahí, da igual, no se puede hacer nada, no sirven los medicamentos, la voluntad ni el bromuro. Estás enamorado, no hay marcha atrás y nada vuelve a ser lo mismo. Visitas a las floristas y te miras en los escaparates y en los charcos que dejó la lluvia anoche mientras te preguntas: «¿Es a mí? ¿Otra vez?». Y caminas con esa cara de pavor que se les pone a los culpables y a los que se enamoran a deshora.
Sucede igual al contrario: el desamor llega como un golpe seco de bombo. Aunque las relaciones se deterioren, somos capaces de vivir con ello encadenando domingos, vacaciones y nocheviejas sin pena ni gloria, con ese rictus como de Guti en el banquillo. Pero la infelicidad no es causa de ruptura. Al fin y al cabo, el resto de parejas tampoco son demasiado felices y ahí siguen. El final necesita de algo más, de un catalizador, un ‘clic’, de una llamada interior que te lleve a la acción. Puede ser una noche de insomnio, una conversación que oyes en el metro o simplemente una canción que escuchas por azar y que te remueve algo por dentro. Maldita la hora. Y, luego, el terremoto. Es solo un momento, pero ves cómo el amor sale de chiqueros derrotando con la misma intensidad con la que entró. Y se acabó, todo está consumado. Tampoco sirve la voluntad, las benzodiazepinas ni toda la bibliografía de Pablo Neruda. No hay nada que hacer y llegan los minutos de la basura, que en ocasiones duran años, y que suenan como un nocturno de Chopin al que hubieran alargado artificialmente la última nota. En lo laboral lo llaman ‘despido interior’, es una decisión de abandonar inamovible, pero que se postpone. Una dimisión interna. Estás, pero no estás. Te ven, pero hace tiempo que te has ido.
Dice Loquillo que «antes de la lluvia, el cielo se oscurece. Tomamos posiciones, construimos las trincheras» y aparecen «contraseñas y señuelos (…) con un ligero olor a muerto». Exactamente a eso huele España hoy, a señuelo, a muerto, a fin de ciclo, a desamor global, a nocturno sostenido, a ‘clic’ general, a dimisión interna, a los minutos de la basura de una época y a una llegada al sprint en la que todos se miran a todos para ver quién va a lanzar el último ataque. Y, de fondo, la tormenta, que se lo va a llevar todo. Que, de hecho, ya se lo ha llevado, a la espera del golpe de bombo que nos haga poner punto final.
(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 25 de febrero de 2023. Disponible haciendo clic aquí).